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OPINIÓN - SÁBADO, 16 DE DICIEMBRE DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

Nochebuena y Navidad
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Fiestas de añoranzas, de recuerdos, etc, y donde hay que domeñar los sentimientos para no amargarle la existencia a quienes nos frecuentan. Este artículo creo haberlo escrito otros años. Diciembre es el mes en que muchas gentes son tomadas por el desánimo y permiten que la tristeza las invada. Dicen los psicólogos que, durante estas fechas, las consultas se llenan de pacientes convencidos de que son los más infelices del mundo. Aseguran los profesionales encargados de remediar los males del alma, que los depresivos navideños piensan que son los únicos sufridores por la falta de los seres queridos y se hunden aún más en el abismo de la melancolía.

Diciembre, a medida que avanzan los días, también es tachado de ser un mes manejado por los comerciantes. Y, por tanto, se ha convertido en tópico el denunciar que la comercialización de la Navidad está falta de espíritu cristiano. Se nos dice, por quienes han dedicado su vida a hacer el bien, que los innumerables pobres existentes en el mundo están legitimados, en estas festividades, para sentirse más desgraciados que nadie y hacer de la ira su arma para combatir las ostentaciones que ven a su alrededor.

La pobreza es terrible. Y qué decir de los que padecen hambre... Ante el drama de la hambruna, están los contrastes: surge la luminosidad de las ciudades; los grandes almacenes llenos de un público ávido de gastar y gastar... Y, sobre todo, resplandece la alegría desbordante de los más jóvenes carentes aún de las muecas de dolor que impiden disfrutar plenamente de estas fiestas.

Y hacen muy bien los jóvenes en vivir en ese otro mundo de ensueño. Porque ya tendrán tiempo de mirar hacia atrás y sentir los escalofríos que producen las ausencias de quienes nos dejaron una huella profunda y un gran vacío. Hacía atrás suelo yo mirar en algunos momentos de estas celebraciones, sin ánimo de chapotear en los recuerdos dolorosos y veo con claridad mis andanzas navideñas. Entonces, la gente era más católica por convención social, que por convicción personal.

El ambiente ayudaba a que nuestros padres nos llevaran a la tradicional Misa del Gallo. Ateridas las carnes al caminar por las calles bajo una niebla densa que hacía más difícil cumplir con el rito. Y en las calles había muchas personas cuya única idea era embriagarse esa noche, aprovechando el nacimiento del Niño Dios. Tal vez para ahuyentar los malos bajíos de una vida que en los años de postguerra era más que insoportable. Corría el anís y los polvorones iban sirviendo de lecho estomacal a una bebida que entraba bien pero su exceso producía borracheras tiritonas.

Borracheras de pobres hastiados de su condición de serlo y que antes de coger la curda habían visto como los ricos del pueblo le rezaban al mismo Dios que ni siquiera era capaz de aliviar las miserias de aquellos terribles cuarenta donde se moría de tuberculosis. Y todo por carecer de dinero para comprar en Gibraltar unos tarros de penicilina que podían curar a los tísicos condenados a muerte en plena juventud, si no la obtenían. De aquellas navidades de mi niñez conservo, como no podía ser menos, un recuerdo entrañable: un patio de vecinos donde se cantaban villancicos y cada familia intercambiaba lo poco que tenía. Un polvorón por aquí, un pestiño por allá...

Los hombres bebían de las botellas que las bodegas regalaban a sus arrumbadores por ser Navidad. Y eran días donde los marineros que navegaban al moro para pescar eran esperados por los suyos con el alma en vilo. Temerosos de los temporales de levante en el Estrecho. También había depresiones. Sin duda. Aunque los depresivos, más que psicólogos, necesitaban tener la certeza de que podían poner la olla al día siguiente.
 

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