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OPINIÓN - MARTES, 26 DE DICIEMBRE DE 2006

 
OPINIÓN / CARTAS AL DIRECTOR

Cartas desde la cárcel

Por Andrés Gómez Fernandez


Mi tío Antonio fue un superviviente del Desastre de Annual, acemilero que vio como su mula de despeñaba, por suerte para él, porque el animal iba con carga, e iba a pie. Pero quedó “fuera de combate” cuando contrajo las fiebres palúdicas. Cumplido su servicio militar regresó a su Grazalema natal, dedicándose a distintas faenas de campo. En ello estaba cuando, con el advenimiento de la República, pensaba que se presentaba la gran la oportunidad de superar la desigualdades sociales, que no eran ni más ni menos que la de siempre. Sin embargo vio sus ilusiones perdidas. Hecho prisionero, por el sólo motivo de fidelidad al poder legalmente constituido, mi tío tuvo que pasar por el trance de verse condenado a muerte, sin poder defenderse, en Consejo de Guerra, juicio injusto, como todos los que se realizaron en ambos bandos. Vio como murió un hermano, condenado como él en “capilla” conjunta. Que salvó la vida milagrosamente sin saber cómo y por qué. Le conmutaron la pena capital por la condena perpetua. Anduvo de cárcel en cárcel, pasando vejaciones, torturas, hambre, frío… productos de una implacable represión. Y, gracias a su buena conducta y a la redención de penas por trabajos realizados, su encierro se redujo, en principios, a doce años y un día, para quedar en algo más de siete años.

Desde los distintos lugares en que estuvo encarcelado –San Fernando, Sevilla, Puerto de Santa María, Barbastro, Guadalajara, Talavera de la Reina- mi tío, que no sabía leer ni escribir, pasaba por las lógicas dificultades que ello entrañaban para poder comunicarse con su familia, ya que las cartas recibidas se las tenían que leer (lector) y, por supuesto, tenía que recurrir a algún compañero para conseguir las respuestas (escribano). Por tal motivo, asistía a la enseñanza que se impartía en las cárceles, que en los primeros momentos, decía él –“que la recibía de sus amigos los comunistas”, ya que siempre entendió él que estos “rojos” eran más cultos, los mejores preparados. Y sin dudas, estos intelectuales modularon su formación.

En cierto modo, podía haber sido así, ya que en las cárceles había gran número de presos intelectuales, víctimas, como todos, de la represión. Entre ellos se encontraban muchos maestros, quizás el colectivo más castigado. Eran hombres con una gran preparación, buenos oradores, que hacían sentirse de otra manera a aquellos reclusos no letrados que les escuchaban. La labor de estos maestros, de los que lograron sobrevivir, se centraba en suministrar conocimientos, siempre controlados, al resto de la población reclusa. Estos maestros eran los que, mi tío denominaba “comunistas”.

Una vez conseguida la “aptitud” –independencia para escribir-, tenía que poner en marcha la llamada “Regla de escribir, donde se especificaba que sólo se podía escribir una vez a la semana, mediante la autorización del Director del Centro, dirigiéndose al mismo por una instancia que había que abonar, acompañada de una póliza, cuyo importe iba a parar a los Huérfanos de Prisiones (mi tío decía: “encima para ayudar a los huérfanos de nuestros verdugos”). Se utilizaba una tarjeta postal, sólo por una cara, por lo que se empleaba una letra muy pequeña. Pasaba por la censura. Por la otra cara iba la dirección de la persona a la que iba dirigida –siempre un familiar cercano- y el remite. A veces intentó escribir algunas de las llamadas de “estraperlo” –fuera de la regla-, que si no colaba, se la rompían.

Mi tío Antonio, un ejemplo de supervivencia –murió con 96 años- afirmaba que lo más positivo que encontró en la cárcel fue el haber aprendido a leer y a escribir.
 

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