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OPINIÓN - LUNES, 5 DE FEBRERO DE 2007

 

OPINIÓN / ESPAÑA CAÑÍ

El pincho
 


Nuria Van Den Berghe
nuriavandenberghe
@elpueblodeceuta.com
 

Me llama un joven compañero, letrado en Ceuta y me pide que no hable del éxito abrumador en Fitur, sino que cuente historietas de la abuela Cebolleta, para ilustrarse de cómo nos las gastábamos en los felices y dificultosos años ochenta en el ámbito del Derecho. O.K. colega, tus deseos de husmear en las viejas cárceles de la Transición son órdenes para mí y rescataré de mi laboratorio de ideas a algunas personas, paisajes y paisanajes, entrañables y, pese al tiempo transcurrido, muy cercanos. Como mi fiel cliente Bernardo Robles Rodríguez, a quien hago un sentido homenaje desde estas rácanas líneas, por su bonhomía de contrabandista de toda la vida ¿Qué dices compañero? ¿Qué si a la reincidencia sistemática la llamo bonhomía? Bueno, rectifico, le llamo recalcitrancia vocacional de aquellos tiempos en los que, un apretón de manos entre dos hombres, valían mil firmas ante notario.

Corrían otros vientos carceleros. Cuando las prisiones comenzaban a vislumbrar las sombras grises de los primeros enganchados de la heroína, pero donde todos estaban demasiado enzarzados en hacer política bajo el mando de los temibles presos de la Copel. Cooperativa de Presos en Lucha. Motines e incendios mensuales y huelgas de hambre impuestas a toda la población reclusa por cojones, aunque el rollo de los atracadores y de los de delitos de sangre del primer grado no fuera con ellos. Ahí, en 1980 conocí a Bernardo, cuando el delito era salud pública y contrabando y se castigaba dos veces. Él y su grupo no hacían política sino que tenían montado un bingo para quitarles los dineros a los compañeros, porque, en la cárcel, se podía tener dinero y organizar timbas, ajenos a los incendios y al secuestro de funcionarios. Por eso a los contrabandistas se les miraba, porque no se metían en problemas ni eran peligrosos. Cuando le conseguí la primera libertad me advirtió “Mire usté, yo voy a seguir con el lío del Montepío, hasta que me haga viejo, endespués me retiro, porque no quiero morirme en una carse y que me metan er pincho” Me picó la curiosidad “¿Qué pincho?” Bernardo se estremeció “¿Es que no lo sabe usté? Ahí dentro, cuando se muere un hombre, pa comprobá que está bien muerto y que ya hay que llevárselo, le meten a la criatura un pincho por el talón p´arriba, un pincho de medio metro y si no despabila es que se ha muerto der tó. Pero disen que hasta, muertos, é horroroso y el hombre lo siente. Y pa pinchá a un muerto hay que tené muncha mardá”. Me quedé con la historia, que me repitió a los dos años, cuando volvió a entrar y a salir tras otros pocos de años, para entrar y salir de nuevo y estando a la espera de otro juicio, le pescaron en Almería, en pleno reciclaje para peor, porque esta vez le cogieron con heroína y ya se sabe lo que decían los presos “Cuando el caballo galopa, no salen ni cuando toca”.

El Acebuche a los sesenta años resulta duro. Cualquier cárcel es mala de mayor, pero Almería era fatal. Bernardo me informó muy juicioso “Mire usté, despué de esta campaña me retiro…M´he buscáo una ruina y aquí ya no vuervo. A comé rancho y a salí, que alomejón llego a la comunión de mi nieta, está usté invitá ar convite”. Pero no llegó. Pasaron un par de años de periódicas visitas cuando me llamó su esposa, Mari la Cateta “¡Nuria, Nuria!¡Que m´han llamáo der Acebuche, que ar Bernardo le degüellaron ayer noche con er muelle un corchón! ¡Que l´han arrancáo la cabesa como a una gallina, que doló!”. Fue verdad. Le degollaron de mala manera y en el Centro nos atendieron muy bien. Pero la angustia me reconcomía y telefoneé al poco “Oigan, soy la abogada tal ¿Es verdad que a los muertos les meten ustedes un pincho por el talón?” Los del Acebuche se enfurecieron y me dijeron que, los presos eran unos mentirosos y unos fabuladores. Se me acaba el espacio pero, oigan, me quedó la inquietud.
 

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