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OPINIÓN - DOMINGO, 4 DE MARZO DE 2007

 

OPINIÓN / EL OASIS

Lenguas incendiarias
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Quienes hayan leído con cierta minuciosidad, repetidas veces y por versiones distintas, nuestro final del siglo XIX y comienzos del XX, saben que nuestra guerra incivil se venía gestando sin solución de continuidad. Conviene recordar, sin embargo, que la Europa de entonces, temerosa de ser bolchevizada, se empezó a proteger con dictaduras y gobiernos facistas, de ahí que la Segunda República española, y la renuncia de Alfonso XIII, fueran acogidas con enormes recelos en todas las embajadas.

Puede decirse que el nuevo régimen despertó todas las ilusiones que suelen despertar los nacimientos deseados; pero posiblemente su alumbramiento fue tan precipitado como hijo de una época en la cual no iba a encontrar facilidades. De todos modos, cuando uno se adentra en el estudio de los años treinta, y lo hace con la objetividad que produce no haber sido testigo de ese tiempo, se estremece al comprobar cómo los ciudadanos vivían la política con belicismo. Con ardor guerrero. Dispuestos a llegar a las manos por cualquier nimiedad contraria a sus ideas.

Los enfrentamientos se producían a cada paso, las algaradas se sucedían por doquier. Las huelgas, para derruir al Estado, estaban a la orden del día. Se quemaban conventos, se violaban iglesias, se atacaban sedes...; mientras el Gobierno sacaba decretos de prisa y corriendo para demostrar que el antiguo régimen había pasado a mejor vida. Metido el primer Gobierno republicano en ese infierno, donde cada día se esperaba lo peor, los catalanes ponían la nota de la impaciencia en relación con el Estatuto. Impaciencia que les llevó a proclamar el nacimiento de una república catalana que veían inserta en una estructura federal del Estado.

Fue algo que hicieron Francesc Macià, un hombre estrafalario, y Lluis Companys, ambos dirigentes de Esquerra Republicana, cuando Miguel Maura estaba todavía recibiendo vitores en la Puerta del Sol, por haber cambiado la seda monárquica por el percal republicano.

En rigor, lo que quiero decir, así por encima, es que España, desde abril de 1931 a 1939, fue un volcán en erupción, manando lava que arrasaba cuanto hallaba a su paso. Años que darían paso a otros cuarenta tan historiados por su grisura y sus miserias, mayormente durante los tres primeros lustros dictatoriales. Pues bien, parece que no hemos escarmentado. Y aunque los tiempos son tan distintos, uno, cambiando lo mucho que deba cambiarse, observa cómo cada vez más los ciudadanos se están pareciendo a quienes vivieron aquella época tumultuosa y que terminó convertida en un baño de sangre.

Si pongo la radio, oigo opiniones flamígeras. Lenguas, cual lanzallamas, dispuestas a entrar en combate. Tipos pidiendo condena por alta traición e incitando a que el pueblo se lance a la calle. Y es porque un asesino, un canalla nacido en el País Vasco, ha conseguido que el gobierno yerre. Que meta la pata hasta el corvejón. Si me da por sentarme ante el televisor, descubro que hay fulanos largando sin descanso en programas preparados al efecto. Sin pararse a pensar que sus consignas, o tal vez sí, puedan generar enfrentamientos cuyas consecuencias sean funestas.

Muchos de esos individuos están aprovechando la inexplicable e impopular decisión del Gobierno de ZP como ajuste de cuentas por haber perdido su puestos en algunos medios, cuando los socialistas ganaron las elecciones. Han advertido el potencial que tiene el hecho de liberar al asesino etarra, y lo están usando con regocijo ante las cámaras. Se relamen de gusto por que se haya producido semejante disparate. Les importa España, y su convivencia, lo mismo que en su día les importaba a Macià y Companys.
 

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