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OPINIÓN - MARTES, 6 DE MARZO DE 2007

 

OPINIÓN / EL OASIS

Sacristán de postguerra
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Uno, cuando apenas había echado los dientes, ya tenía visto a los mejores jugadores de fútbol de una España donde había sacristanes que servían para todo. Arza, Wilkes, Kubala, Puchades, Basora, Ramallets, Di Stéfano... Tampoco me privaron de ver la majestad de Manolete, la hombría y el enorme oficio de Carlos Arruza, el magisterio de Domingo Ortega, la gracia y el conocimiento de la lidia de Antonio Bienvenida, y hasta la reaparación de Chicuelo; el viejo, claro es. Crecí viendo espectáculos y llegué a los cuarenta años sin perderme los más importantes de cada momento. Aquellos que más me interesaban. Cierto que me costaba mi dinero, pero jamás tuve ningún deseo de ahorrar. Por lo que pude admirar a Luis Segura, a Paula, a Limeño, a Galloso, a Manzanares, etc. Tuve la suerte, entre festejo y festejo taurino, de ver bailar a Anzonini; el mejor interprete del baile por detalles. Me he reído hasta agotarme con la gracia de Beni de Cai. Fuera de concurso. Un privilegio del cual pocas personas pueden presumir.

Frecuenté tertulias donde a pocos les daban sitio. Aún recuerdo la mantenida por El Gordo Valderas, en la calle Barquillo; o la que vivía del saber y la esplendidez de Luis Elices. Al que acudían hombres que deseban ser algo en el fútbol: ¿verdad, Mariano Moreno?

Tuve la oportunidad de poder pagarme mis copas en Chicote, de asistir a los mejores estrenos de la Gran Vía, e incluso de poner en su sitio a Pedro Escartín. Allá en su domicilio de la calle Hermosilla. En concreto: tuve a bien enfrentarme con quienes mandaban en el mundo del fútbol. Quién mejor que Eusebio Martín, cargo perpetuo en el colegio de entrenadores, tan educado y tan poco dado a levantar la voz, para dar fe de que yo no me callaba ni muerto ante las injusticias. Porque jamás acepté la ruindad que se tramaba en los despachos. Los amiguismos. Y, sobre todo, me siguen dando náuseas quienes llevan casi treinta años al frente de una federación y continúan aferrados al poder bajo la eterna excusa de que lo hacen por servir a los demás. Y encima presumen de carecer de sueldo. Lo cual sí es motivo, y grande, para que la prensa hurgue en esa situación. Ya está bien de mentiras. De fariseísmos, De querer ser lo que no se es y encima darnos lecciones diarias de cómo hemos de comportarnos.

A mí, a estas alturas de la vida, lo que menos necesito es que venga nadie, con vocación de sacristán de postguerra, a darme lecciones de nada. Cuando yo necesite cuidar de mi alma, a buen seguro que elegiré a alguien preparado al efecto. Y nunca a quien viva obsesionado con meter en cintura a una señora cuya misión es hacer la colecta durante la Misa. O delatar, donde no procede, comportamieentos de religiosos que no comulgan con un beaterío trasnochado.

También, por si acaso no lo entiende todavía este adefesio de sacristía, me importa un carajo desnudarme por escrito con relación a lo que ha sido mi vida. Contarla con pelos y señales. Pues en ella sólo hay vivencias familiares de las cuales me siento orgulloso. Y errores humanos que jamás causaron daños irreparables. Entre mis allegados, ninguno fue profesional de la delación. Y crecí convencido de que hacer mal las cuentas con dinero público, deslegitima cualquier presencia en los medios para opinar sobre lo divino y lo humano. Y, por si fuera poco, con un desconocimiento supino de las reglas gramaticales.

Así, lo mejor es que usted, sacristán de postguerra, permanezca calladito y rece para que no se haga realidad esa auditoría que urge. Necesaria a todas luces, aunque sea para demostrar que estamos equivocados quienes maliciamos una mala contabilidad en su gestión. Y, naturalmente, para que su dios no sufra por quien hace las cuentas del Gran Capitán.
 

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