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OPINIÓN - JUEVES, 29 DE MARZO DE 2007

 

OPINIÓN / EL OASIS

Bienvenido, alcalde
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Del paisaje de mi niñez suelo yo alimentarme no pocas veces. En tales ocasiones, abro la puerta de la alacena de la memoria y allá que van desfilando ante mí prohibiciones que me apetecían incumplir. Fronteras que yo quería traspasar aunque en el empeño el miedo me atenazara.

Había una línea que los niños de mi barrio, y de otros más, cruzaban a escondidas de sus padres y que se había convertido en una especie de testigo que los iniciados te pasaban para probarte. Un reto que se debía afrontar si uno quería ganar prestigio entre la chiquillería de su edad. De lo contrario, y por más que luego te probaras en otras situaciones tenidas como peligrosas, jamás podrías alardear de algo tan importante como era el haber atravesado el río Guadalete por su parte más difícil.

El Guadalete es un río único. Es el río de mi niñez y de mis sueños. De los sueños de todos los niños nacidos en El Puerto de Santa María. Un pueblo marinero con barcos que iban y venían del moro ante la mirada atenta y la curiosidad de chavales que se hacían mayores cuando conseguían nadar desde la playa de la Puntilla a Valdelagrana. Toda una aventura en aguas prestas a desembocar en el mar de la bahía y ante la mirada atenta de la Virgen de los marineros. Pero aquella considerada hazaña de una niñez de postguerra, en un pueblo cuyas calles trazadas a cordel dan todas al río de la vida portuense, tenía sus dificultades. Cuidarse del viento de levante y evitar que la pareja de guardias civiles no localizara la ropa oculta entre las escolleras.

Menuda gozada era esperar el paso del vaporcito por las aguas fluviales para sentir su proa cercana mientras la sirena de éste, manejada por Pepe El Gallego, timonel y propietario del Adriano, avisaba ruidosamente del peligro que había en divertirse alrededor de su embarcación. Ese fue, sin duda, el mayor riesgo que yo acometí como niño y la primera vez que preocupé a mis padres por desobediencia. Aunque a mí me produjo estímulos suficientes para recorrerme, a partir de entonces, todas las playas del Puerto: La Puntilla, Valdelagrana, la Colorá, Vista Hermosa, Fuenterrabía... Todas ellas, salvo la primera, desiertas y esperando la llegada de quienes alentados por la belleza de éstas decidieran enseñarlas al mundo del turismo.

Poco tiempo después se me presentó la oportunidad de atravesar otra frontera: la frontera de salir de mi barrio para convivir con otros niños que no conocía. Los que iban a un colegio regentado por jesuitas y con profesores cuya memoria siempre me acompaña: Cea, Almozar, Ballestero... Se trataba del Colegio de la Pescadería. Que así era conocido popularmente. Se decía de este colegio que allí sólo estudiaban niños ricos mezclados con los de una clase media que iba emergiendo. Por lo cual, siendo yo de clase humilde, hube de vencer el consiguiente retraimiento que el hecho me proporcionaba.

Recién salido de la prueba de ingreso al bachillerato, allí coincidí con alumnos como Moresco, Gutiérrez, Neto, Ramírez, Cepero, Gago... Quienes solíamos mirarnos en el espejo de los que ya estaban en segundo curso. Picolo Osborne, José A. Osborne, Fernando Pasaje, Alfredo Botello... Nombres que a Fernando Gago García, alcalde de mi pueblo, su pueblo, le pondrán en condiciones también de echar la vista hacia atrás sin miedo a quedarse cual la mujer de Lot.

Sirva esta columna, pues, de bienvenida a un alcalde que fue niño de educación esmerada, y parte de una familia en la que sus hermanos, Manolo y Benito, consiguieron alegrar la vida de unos padres cuyos sacrificios se vieron recompensados. Es mi saludo a un paisano que viene con la sal de su tierra a esparcirla en tierra donde confluyen dos mares.
 

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