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OPINIÓN - DOMINGO 2 DE SEPTIEMBRE DE 2007

 
OPINIÓN / ESCRITOS DURANTE EL CAMINO

Primeros días

Por Quim Sarriá

La mañana se presenta, entre el olor del aceite y las sirenas de los barcos, con esa tonalidad fría, brillante y límpida con que los alisios, llamados vientos de poniente en la ciudad, acostumbran a soplar.

Un perro de raza indefinida olisquea la pared de una de las viviendas, construidas con el mismo patrón que otras colindantes, en busca de cualquier enemigo que hubiera invadido su particular territorio de caza delimitado con las cuatro meadas en cuatro puntos determinados, mientras que en lo alto de la cuesta un gato pardo observa, alerta, los movimientos de su eterno enemigo.

Rosario Cuesta Echevarria acaba de salir de su casa, cierra con atención la puerta de la misma. No es que tenga miedo a los posibles robos en viviendas, es más bien una medida de precaución para evitar que las corrientes de aire, que atraviesan la casa desde el patio interior, produzcan efectos indeseados.

Rosario Cuesta Echevarria es una buena mujer, ya entrada en la cincuentena y llena de achaques impropios de esa edad pero propios de ese tiempo que le ha tocado vivir. Rosario Cuesta Echevarria es una mujer de fuerte temperamento, natural de Hondarribia, allá por Guipúzcoa, acostumbra a recordar su lugar natal. Habla de Hondarribia lo que supone hacerlo sobre uno de los pueblos o ciudades más hermosos del País Vasco, solamente superada por la capital, San Sebastián.

Rosario Cuesta Echevarria, acostumbra a repetir que Hondarribia está situada a uno de los lados de la maravillosa bahía de Txingudi, y que constituye el primer núcleo poblado de la península, y ello, aparte de una larga historia, le ha reportado muchas otras historias que contar. Cuando pasa algunos días en su tierra, acostumbra a pasear por su parte vieja, que es enteramente monumental, y saborea su conocida gastronomía frente a las típicas casas marineras de la calle San Pedro y, que para Rosario Cuesta Echevarria, son verdaderos lujos al alcance de su bolsillo.

Rosario Cuesta Echevarria es viuda, se casó con un sargento del ejército y poco después recalaron en Ceuta al ser destinado su marido, Cándido Valdemosilla Garraonaindia, al acuartelamiento del monte Hacho. Hace años de ello. Su marido murió de un infarto cerebral mientras repasaba el cañón conocido en la ciudad como el cañón de las doce. Antes de ese traslado, Rosario Cuesta Echevarria había estado en Álora con una de sus hermanas. Recuerda con frecuencia, siempre que mira al Hacho, aquél otro monte Hacho de la villa malagueña. Recuerda que las vistas desde el monte Hacho de Álora son impresionantes y la contemplación del Chorro y Carratraca viene acompañada, en la distancia, por la Sierra de las Nieves y el Valle del Sol. Rosario Cuesta Echevarria recuerda aquellos largos y vigorosos paseos hasta la cima del monte Hacho aloreño, donde acostumbraba a gozar de una buena merienda, mientras contemplaba la configuración maravillosa del Valle del Guadalhorce.

Fernando Sánchez Pijuan acaba de hacerse un pequeño corte con su navaja de afeitar. Se ha levantado con un humor de perros, si es que los perros tienen humor, obligado por sus deberes laborales. Su mujer, Gregoria Mondéjar Álvarez, sigue acurrucada en el tálamo con esa candidez que produce el sueño profundo. Fernando Sánchez Pijuan está cabreado porque tiene que hacérselo casi todo, empezando por el frugal desayuno consistente en un tazón de mata con leche y un mendrugo de pan rebanado en aceite de oliva, virgen puro para mas señas, y terminando por planchar la camisa con la intención de quitar esa irritante arruga que le ha producido al doblarla malamente, la noche anterior, en la silla del dormitorio donde acostumbra a colocar la ropa de trabajo.

Fernando Sánchez Pijuan es conserje del banco Español de Crédito, entonces no se apodaba Banesto, y es un hombrecillo de escasa estatura, casi calvo, portador de anteojos de concha y excesivamente pulcro con su persona. El corte que se ha hecho le resulta catastrófico. No es más que un cortecito de medio centímetro, pero para Fernando Sánchez Pijuan resulta ser un corte como el Canal de Panamá. Para colmo, la leche se le ha desbordado del cazo, al entrar en ebullición, y ha apagado el fuego de carbón a través de la escotilla de la herrumbrosa cocina.

Fernando Sánchez Pijuan anda bastante nervioso porque su jefe le ha comunicado, la víspera, que tiene que reunirse con el director del banco. Fernando Sánchez Pijuan ignora el motivo de esa reunión, su jefe se ha limitado a comunicarle escuetamente lo de la reunión sin dar más explicaciones. Fernando Sánchez Pijuan está seguro de que no ha cometido ni la más pequeña falta en el orden laboral.

Fernando Sánchez Pijuan abre la puerta de su casa, idéntica a otras de la misma calle, y sale a la fuerte pendiente que configura una de las calles más típicas de la ciudad. La calle del Pasaje del Recreo, hoy llamada Recreo Alto, está más desierta que la palma de su mano, que acaba de soltar el tirador de la puerta principal de su morada, mientras un perro, triste perro de raza indefinida anda olisqueando entre las matas de una porción de tierra cercana a las primeras viviendas de la calle. Arriba, en lo alto de cuesta, un gato pardo se prepara en retirada al advertir que su eterno enemigo, el triste perro de raza indefinida, comienza a ascender la fuerte cuesta…
 

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