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OPINIÓN - JUEVES, 20 DE SEPTIEMBRE DE 2007

 
OPINIÓN / LAS NOTAS DEL QUIM

Canalejas (I)

Por Quim Sarriá

Evocando tiempos pretéritos. Los personajes son ficticios, la situación real.

Sara Borau Lagos es una mujer ya anciana, viuda de un sargento de la legión que murió en un tonto accidente de tráfico: se estampó con su moto contra una de las palmeras del Paseo de las Palmeras.

Sara Borau Lagos vive en una de esas casas de dos plantas, construidas en los años 50 por aquel organismo del yugo y las flechas, de la calle Sevilla. No ha tenido hijos y vive de su exigua pensión de viudedad, aunque a decir verdad le basta y sobra. Sale cada día de su casa a una hora fija, temprano, y encamina sus pasos a la plaza de Azcárate, en cuyo mercado suele adquirir las viandas para su cotidiano condumio. Toma siempre el atajo de la calle Sevilla con la calle Canalejas bajando las empinadas, resbaladizas y sucias escaleras. Suele coincidir con una bella mujer joven que sale del edificio sobre el que se empareda la escalera. Siempre le ha extrañado la característica de ese edificio: su escalera sobre la fachada, su escalera lateral del oscuro callejón y el acceso trasero. Sara Borau Lagos está más que harta de escaleras. - Ahí va toda cimbreante – Sara Borau Lagos siente una sana envidia de la chica, sabe perfectamente que su propio cuerpo ya no es, desde hace mucho, lo que fue. Mientras sigue los pasos de la chica, que se aleja cada vez más, piensa en tiempos pasados y sobre la vida que ella misma ha tenido, como todos los días.

Eduardo Gómez Cebollero acaba de ser despertado por su tremenda mujer, Ana García Escudero. Eduardo Gómez Cebollero vive en un edificio de la calle Ramón y Cajal, cerca de la confluencia con Canalejas. Es guardia, guardia urbano de porra y casco, de esos de los de antes, muy conocido y respetado. Es un hombre de unos 45 años, de tipo medio, vulgar, un poco calvo, algo rechoncho por la parte que acostumbra a almacenar lo que traga, de piernas un poco zambas como si hubiera montado a caballo toda su vida, aunque no haya visto más caballos que los del ejército y eso de vez en cuando de manera muy espaciada.

Eduardo Gómez Cebollero mira con rabia a su corpulentamente obesa, desgreñada y maloliente esposa. Aunque en el fondo sabe que gracias a ella suele ser puntual en su presentación ante el jefe que le asigna las tareas del día. Mira con rabia a su media naranja, que en este caso es media sandía según le sale de las mientes, y se levanta perezosamente de la cama después de apartar las sábanas. Eduardo suele pasar su buena media hora aseándose, hurgándose las orejas y la nariz, limpiándose los dientes y los huecos de los ausentes con los restos de pasta “Colgate” que quedaban en el tubo de hojalata, afeitándose y luchando contra el erial que tiene como cabeza con su arma más poderosa pero a veces inútil: el peine. Eduardo Gómez Cebollero trata de arreglar los escasos cabellos que tiene de manera que tapen un poco los curvos desiertos de la coronilla y de la frente, separados por el milagroso oasis que se prolonga por ambos lados de las sienes y compuesto por ralos cabellos grisáceos con algunos pespuntes de pelos negros. Casi siempre tiene que claudicar y dejar que su calva sobresalga con todo el esplendor de una piel blanca en excesivo contraste con el resto de la cabeza. Cuando tiene ocasión y le sobra algunas pesetillas adquiere un tarrito pequeño de ese fijador verde y oloroso de textura muy parecida a la crema de membrillo con el que consigue “clavar” sus ralos pelos en las zonas despobladas a fuerza de plancharlos con el peine. Eduardo Gómez Cebollero desayuna, lo que su mujer le ha preparado, sin prisas pero sin pausas. Toma su café, hecho con maltas molidas, con parsimonia mientras otea el horizonte desde el balcón de su casa. Horizonte que no es más que las casas y calles que rodean a la suya. Ve descender por la calle Canalejas a la chica que siempre le ha gustado y a la que conoce desde que ella comenzó a andar, aguarda a que la chica tome la redonda curva que la dirigirá, invariablemente, a la calle Real y mira embelesado las no menos redondas curvas de sus nalgas, aunque unos pasos más abajo pierde nitidez, esforzando su vista y vigilando a la vez que su señora no se asome y descubra el motivo por el que siempre toma el café en el balcón.

Eduardo Gómez Cebollero sale de su casa, vestido con su pulcro uniforme de guardia y con la porra debidamente introducida en la correspondiente funda sujeta al ancho cinturón. En el rellano se encuentra con don Manuel Alcántara Majahonda, el vecino del segundo segunda, encima mismo de su vivienda. Buenos días tenga Vd. don Eduardo Muy buenos los tenga, don Manuel

Bajan juntos las escaleras relativamente anchas y salen a la calle. Caminan emparejados un trecho Canalejas abajo hasta que llegan a la altura de la bodega Monóvar donde se introduce don Manuel después de despedirse del guardia con un hasta luego.
 

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