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OPINIÓN - VIERNES, 21 DE SEPTIEMBRE DE 2007

 
OPINIÓN / LAS NOTAS DEL QUIM

Canalejas (y II)

Por Quim Sarriá


Don Manuel Alcántara Majahonda es un hombre apuesto, de unos 38 años, casado con una bella malagueña y padre de un chico de unos 12 años, Manolito. Con sus gafas de concha, su traje gris, su trato, su manera de hablar y andar, en fin todo su ser da a entender que es, por lo menos, maestro. Efectivamente es maestro, más aún, es el director y propietario de la escuela que está en la calle Sargento Mena y que tiene por denominación Nuestra Señora del Valle. Don Manuel Alcántara Majahonda suele levantarse una hora y media antes que los demás inquilinos de la casa, se asea y espera a que su señora le sirva el desayuno cotidiano que consiste en un gran tazón de leche con trozos de pan. No toma café, lo aborrece. Cuando sale de la casa suele encontrarse, después de bajar por las escaleras al siguiente piso, con el guardia que siempre recorre la calle Real y con el que charla de temas de actualidad y otros temas sacados de los periódicos del día anterior. Hay días en que don Manuel Alcántara Majahonda sale mucho antes. Esos días son los mejores, nada de compañía y mantiene su atención concentrada en la tarea que le espera en la escuela. No así cuando le acompaña el guardia a quién aprecia, pero que a veces se pone muy pesado con el tema municipal. Don Manuel Alcántara Majahonda se acaba de despedir del guardia y entra en la bodega Monóvar donde su propietario el señor Marcelino, interrumpiendo la labor que lleva haciendo desde las 6 de la mañana, le entrega los dos paquetes de tabaco “Marlboro” que don Manuel suele fumar diariamente después de saludarle como siempre con un escueto “Hola Manolo”. Don Manuel Alcántara Majahonda suele andar, hasta su escuela, por la calle Real hasta la plaza de los Reyes donde adquiere, en el quiosco de Bartolo, el único diario de la ciudad: “El Faro”, desciende luego por Millán Astray para girar por General Aranda hasta la calle donde se encuentra su escuela y a la que llega puntualmente a las 8:30. No abre sus puertas al alumnado hasta las 9:30.

Sara Borau Ramos acaba de llegar a la Plaza de Azcárate, se ha cruzado con un conocido guardia urbano al bajar el último tramo de Canalejas y cruzar la calle Real. Se acerca al quiosco ubicado en el lado derecho de la popular plaza según se ve desde la calle Real, quiosco regentado por Cristóbal semiparalítico de las piernas no se sabe porqué. Sara acostumbra a leer las portadas de los diarios y de las revistas, expuestas por todo el quiosco como ropa tendida para secar, sin tocarlos. ¡Buenos días, Sara! Buenos, don Cristóbal. ¿Qué tal su señora madre? Muy bien, ahora mismito está en Los Remedios como cada día. No falla ¿eh?, buena señora es. Y que lo diga sara, gracias.

Conversación efímera y banal que suele ocurrir cada día. El quiosquero sabe que Sara jamás le comprará nada, conoce la historia de su difunto marido como el que más. Todas, pero todas las noticias de prensa las lee sentado en la cómoda silla del interior del quiosco mientras va vendiendo los productos, variados productos, a los clientes de toda la vida y otros que no conoce de nada. Cristóbal Buenacasa Ferrán es un hombre de unos 29 años, bastante alto y de semblante agradable. Recorre cada día, muy temprano, el camino que va de su casa en la calle del Teniente Pacheco hasta su quiosco. Invariablemente acompaña, cada día, a su anciana madre a la iglesia de Los Remedios subiendo la calle del Teniente Arrabal. Luego se encamina, ayudado por dos muletas, por la calle Real abajo, tomándose un café en el bar “El Nieto” y charla un rato con su propietario Ramón de temas de actualidad. Cuando llega al quiosco paga una peseta al gitanillo que le guarda los periódicos y revistas que Rafa, el repartidor de prensa, deja amontonados delante de la puerta de acceso. El misterio de ese gitanillo, de unos diez años aparentemente, capaz de levantarse a tempranas horas y del que nadie, ni mucho menos Cristóbal, sabe nada ni de qué familia es, es mucho misterio. Pero ahí está, puntual como el que más y nadie se ha preocupado de preguntarle cosas de su vida, aunque por cierto más valía no hacerle preguntas porque, tenazmente, el gitanillo suele responder con un “¡a ti que te importa!”
 

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