Cuando se acerca la noche y la
“luna -que diría nuestro añorado Antonio Márquez- se viste
de pirata” salen a la mar sin tener la seguridad de que
volverán, de que nada habrá acontecido para que el luto
aparezca por sus casas, de que tendrán que volver a las
andadas de llevar “atunes” como ellos llaman a los
indocumentados, cuando se les prohíben faenar en sus
caladeros de siglos, hasta las costas andaluzas para ganarse
el pan de cada día, aun cuando les queden trozos de metralla
y cicatrices en sus cuerpos. Es la servidumbre del riesgo
que supone exponerse al traslado de inmigrantes hacia El
Dorado andaluz que, a fin de cuentas, van buscando también,
como ellos, no el oro que se encontraba en aquel lugar
mítico de la América del Sur, sino solamente lograr el
sustento personal y el de una familia que espera ansiosa
noticias, como con el “tamtan” de tiempos pasados, de la
feliz llegada a puerto. Y nos viene a la mente la
tripulación del “Nueva Pepita Aurora”, con base en Barbate,
naufragado recientemente cuando realizaba sus tareas
cotidianas en las cercanías de Cádiz de vuelta de sus
labores de pesca en costas marroquíes y un golpe de mar en
medio de un fuerte temporal de Levante, causó el vuelco de
la embarcación dejando en sus entrañas a dieciocho
tripulantes (ocho supervivientes, cinco desaparecidos -¿para
siempre?- y la muerte de los tres restantes) que, por mucha
fe y esperanza que se tenga, nunca volverán pues se han
quedado a esperar la venida de la otra vida al lado del
Padre Dios que así lo ha querido. Y después de lo pasado
solo les queda a sus familiares y allegados llevar a cabo
manifestaciones en demanda de que se active la búsqueda de
los desaparecidos para poder tener el consuelo de cumplir
con la obra de misericordia de enterrar a los muertos. Se
producen concentraciones y manifestaciones en solicitud de
que se recuperen los cadáveres. Todo el pueblo pide, en
principio, la búsqueda de los desaparecidos, después, cuando
no quedan esperanzas de vida, la recuperación de los
cadáveres. ¡Quiero a mi Abuelo, Andrés Lucio! decía una
pancarta portada por una pequeña que así recordaba a su ser
querido. Es el lamento del corazón, sin intereses, del
desconsuelo por la pérdida de su Abuelo, con mayúscula, que
se ha ido, sin derecho de retorno a este mundo, a la vida
eterna.
Nos decían de pequeños que el hogar tiene mucho de sagrado,
que la familia es obra de Dios, que es un vínculo natural
que nunca debe romperse pero, llegado el momento del
desastre, ¿qué hacer si ha desaparecido lo sagrado y se ha
roto el vínculo natural?. Ha quedado un vacío muy grande en
el lugar de las íntimas confidencias. Falta el abuelo, el
padre o el hijo en los que se tenían depositadas tantas
complacencias. Ha quedado rota, también, la unidad familiar
y, con ella, la paz y el sosiego. Aun cuando se tenga
predispuesto el ánimo para seguir adelante y sean
“bienaventurados los que lloran porque recibirán
consolación” quedará para siempre el recuerdo de la pérdida
de los seres queridos que se fueron con el desastre del
“Nueva Pepita Aurora” y de otros tantos, que nos demuestran
lo arriesgado que resulta obtener el sustento por personas
dedicadas a las faenas de pesca en la mar, bravía o en
calma. Y “luego dicen que el pescado… es caro”.
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