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                     Juan Luis Aróstegui lleva 
					muchos años, al menos desde que yo le conozco, intentando 
					acaparar la atención de los ciudadanos. Con el único fin de 
					que éstos vayan a las urnas dispuestos a votarle. Porque es 
					vital para él sentirse poderoso y que los demás aprecien su 
					singularidad y su inteligencia. Pues está convencido de que 
					piensa más y mejor que todos los ceutíes juntos. Y, sin 
					embargo, jamás ha conseguido que la gente lo tome en serio. 
					Lo cual debe de ser muy duro para quien se cree que es 
					Churchill redivivo.  
					 
					Tan desmedida ambición por sobresalir una ciudad pequeña, 
					sin lograrlo aún, lo ha convertido en un personaje que no 
					cesa de promocionarse. No se toma nunca el menor respiro. 
					Trata de estar, y a fe que lo consigue, en todas las salsas 
					y su voz anda siempre presta a negar el valor de 
					cualesquiera decisiones que tomen las autoridades. Con la 
					consiguiente satisfacción de los medios y la impopularidad 
					que su cháchara demagógica le está creando. 
					 
					Yo me acuerdo de cuando Aróstegui se las daba de rebelde. E 
					iba en compañía de sujetos que veían en la democracia la 
					oportunidad de medro que necesitaban para ser alguien. En 
					aquellos tiempos se reía mucho y fuerte de los políticos. Y 
					presumía de haber nacido para convertirse en el líder de los 
					más necesitados. Y hasta se vestía de forma apropiada para 
					ser creído. Y mira que estábamos ya en los años 80. 
					 
					Su paso por el PSOE fue tan breve como tumultuoso. Desde el 
					primer momento se creyó con derecho a ser protagonista 
					indiscutible en la sede de Daoíz. Y, claro, le pararon los 
					pies a tiempo. Y allá que comenzó a germinar la idea que 
					andaba persiguiendo: hacerse un partido a la medida para 
					convertirse en figura indiscutible y nunca actor en 
					secundario. 
					 
					Cierto que en el PSPC fue concejal porque Rodríguez 
					Portillo decidió cederle el escaño. De lo contrario, 
					hubiera estado cuatro años más sin serlo. Por cierto, su 
					mayor éxito, siendo cabeza de cartel, no pasó de la 
					obtención de dos escaños. Eso sí, dicen que su historial 
					como concejal de Hacienda es para enmarcarlo en sitio 
					visible del Ayuntamiento. A fin de que los ciudadanos puedan 
					comprobar que es imposible gestionar peor una concejalía.
					 
					 
					Menos mal, y es algo que le tenemos que agradecer al GIL, 
					que en 1999 le dieron los ciudadanos con las urnas en las 
					narices. Y, desde entonces, no ha vuelto a levantar cabeza.
					 
					 
					Pero el secretario general de Comisiones Obreras sigue 
					prediciendo males y desdichas. Repartiendo estopa a derecha 
					e izquierda. Sin pararse a pensar que se ha convertido en un 
					ser fingido, falso... Una criatura solapada a quien se le ha 
					metido entre ceja y ceja que Juan Vivas es un 
					advenedizo en la política. Mientras él, tan repleto de 
					cualidades, tan singular y estando en posesión de un caletre 
					admirable, ha de conformarse con su cargo sindical. Del cual 
					está harto, hastiado...; si bien se ve obligado a 
					conservarlo para intimidar y al mismo tiempo protegerse. Un 
					drama. 
					 
					Ahora, piensa que la Manzana del Revellín es su panacea. La 
					que le va a permitir desquitarse de cuantos sarcasmos ha 
					tenido que soportar por ser un perdedor carente de la 
					simpatía de los perdedores con tirón. Y, encima, se permite 
					el lujo de pedir un debate con el presidente de la Ciudad. 
					Lo cual no deja de ser la propuesta de un iluminado. Más que 
					risa, Aróstegui causa pena. A mí me recuerda, cada vez más, 
					al Piyayo. 
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