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OPINIÓN - MARTES, 25 DE MARZO DE 2008

 
OPINIÓN / COLABORACIÓN

Costal nuestro de cada día (V)

Por Francisco Cerro Muro


El hoy

Desaparecidos, o en trance de hacerlo, los ídolos sagrados del martillo, queda una época que podríamos denominarla de segunda transición, en la cual los hijos y segundos de aquellos aprenden y se consolidan en el arte del martillo. Puede decirse casi viven de las rentas de sus progenitores y maestros ya que las cuadrillas están lo suficientemente hechas y formadas como para aguantar el tirón y que no exista problema alguno con los pasos en las calles.

El vacío de poder casi no se nota y, entre la ayuda de los que aún viven y los costaleros verdaderamente curtidos y profesionales, se va pasando el mal trago. Pero, evidentemente, en esta vida nada es eterno y la bonanza para las cofradías está llegando a su fin.

Una vez más, y es la enésima, en la historia de las cofradías aparece de manera negativa el factor económico. Los costaleros, salidos ya del anonimato, conocidos y reconocidos por el público en general, respetados por las hermandades dado su incuestionable poder, abusando ahora de su protagonismo por la evidente debilidad de la mayoría de los capataces que los mandan, comienzan a pedir más y más.

Y no se puede decir que fueran injustas la mayoría de sus reivindicaciones, pero si lo fue la manera de llevarlas a cabo.

La gente comienza a flaquear bajo los pasos y se llega a lo impensable: algunas cofradías durante la Semana Santa se ven forzadas a no poder efectuar la Estación de Penitencia y quedarse en los templos ante el plante de las cuadrillas de costaleros.

Los capataces, para evitar la vergüenza, unas veces en la calle, otras en el anonimato de las iglesias, optan por retirarse, haciéndolo igualmente con ellos los buenos costaleros que aún quedaban. El desastre estaba servido.

Los costaleros se estaban vengando de las cofradías por los malos tiempos pasados, pero lo que nadie les dijo es que no eran ellos los que los habían padecido. No eran ellos los que habían pasado tantos sufrimientos y penurias bajo los pasos en tiempos anteriores. Y por supuesto, no debían de ser ellos los vengadores de aquellos buenos hombres que cumplieron con su trabajo bajo las andas puesto que carecían de la más mínima catadura moral, desconocían de lejos el oficio y eran simplemente unos aprovechados.

Sólo algunos buenos capataces como Ariza, Franco, Recaí, “El Penitente”, Manolo Santiago o algunos pocos escogidos logran pasar la criba y mantenerse más o menos firmes delante de los pasos. Lo demás es todo desorden y mediocridad.

Han aparecido por desgracia para la Semana Santa los mal llamados costaleros profesionales, los neoprofesionales, los aficionados y chantajistas pagados. Todo es debilidad. El asunto tenía mala pinta y peor solución. Las cofradías, impotentes ante la avalancha que se les está viniendo encima, no hacen sino pagar más y más a costaleros que no son ni la sombra de los anteriores, pero, ¿Qué remedio queda? Eso, o dejar los pasos en las iglesias, o lo que es aún peor, en la calle.

Llegados a tal extremo, y ante lo que podríamos denominar la transición a peor de los costaleros, surge la idea del también mal llamado “hermano costalero”, o peor aún, del “aficionado”, y que no es de 1973, sino bastante anterior, si bien es cierto que fue en ese año cuando se llevó efectivamente a cabo por vez primera.

Que las cofradías se estuviesen quietas ante los abusos de los costaleros era algo bastante improbable, y ese fue le grave error de estos. Pensaron de manera muy incorrecta que los abusos por su parte iban a ser eternos y que las cofradías no iban a poner en práctica ese marcado espíritu de supervivencia que las ha mantenido vivas a lo largo de tantos siglos. Las cosas, de una u otra manera, iban a camibar. Y vaya que lo iban a hacer.

Efectivamente, las cofradías de penitencia habían incrementado notablemente su nómina de hermanos, entre los cuales imperaba la juventud.

Por otro lado, los gastos para poner los pasos en la calle y efectuar la Estación de Penitencia se habían disparado. La cera, flores, enseres y bandas de música alcanzan precios desorbitados.

El personal de servicio poco menos que se presentaba en la cofradía con un comité sindical para negociar su salario el día de la procesión. El remate para las depauperadas arcas de las hermandades era la nómina de los costaleros que, en los años ochenta, podía superar fácilmente las quinientas mil pesetas. Y todo a cambio de pasos que se arrastraban de malas maneras por las calles bajo las órdenes de capataces titubeantes y que, en la mayoría de las ocasiones, habían conocido tiempos mejores.

Los hermanos, francamente preocupados e indignados por la alarmante situación, se quejan y convocan Juntas de Gobierno extraordinarias a fin de tratar el tema e intentar poner solución al grave problema. Pero esta no termina de llegar.

Hay quien llega a pensar en la desaparición real y efectiva del costalero bajo los pasos de la Semana Santa de Sevilla, algo que durante más de cinco siglos jamás ni se le había pasado por la cabeza a nadie. Pero el caso es que tampoco existían otras alternativas validas para estos. Las ruedas para los pasos o cualquier tipo de artilugio autopropulsado era inviable.

Y la situación, con el paso del tiempo, no hacía sino empeorar. De su gravedad nos puede dar idea el hecho de que una cofradía en esos tiempos, tras la retirada de su capataz tradicional, que no de la cuadrilla, paso de pagar 200 pesetas por hombre a las 2.500. Y a todas les sucedió lo mismo. Se cobraba por las “armás”, “desarmás”, “mudás” y hasta por los ensayos. Se llegó, en el colmo de los despropósitos, a cobrar por los “retranqueos” en el interior de las iglesias. Todo estaba fuera de lugar. Los costaleros se estaban vengando de in justas situaciones padecidas por sus compañeros en épocas anteriores, pero, desde luego, no eran ellos los más idóneos para ejercer el papel de justicieros. Y lo peor de esta caótica situación era que la estaba pagando la Semana Santa, y bien caro, por cierto.

Santa Genoveva, en su primera salida procesional en el año 1958, había pagado a los costaleros 200 pesetas por hombre. Cuando Pepe Cruz, su capataz tradicional harto ya se retira, y mandada entonces la cuadrilla por los Recaí, la cofradía debió pagar 2.500 pesetas por hombre. Habían pasado escasamente quince años.

En 1.960, San Benito, aún con dos pasos, pagaba 155 pesetas por hombre; en los setenta hubo de pagarse a cada costalero 900. Esto no era ya afición o necesidad, era enriquecimiento de algunos espabilados que, encima, hacían su trabajo más que mal.

Todo esto, unido a que estas cuadrillas de auténticos mercenarios tomaron un inusitado protagonismo en la Semana Santa, por cierto injustificado, dada su escasa valía que ni a los menos entendidos se les escapaba, sumado el chantaje a las cofradías e, incluso, a los propios capataces llevó a que la situación llegara a ser de verdad insostenible.

Cierto es que en este desastre generalizado los capataces tuvieron mucho que ver. Si el sueldo de los costaleros se multiplicó por diez en pocos años, el del capataz lo hizo por cien, dado que no los había de valía puesto que los buenos, los “auténticos”, se había retirado o fallecido.

En los setenta había aproximadamente mil costaleros en Sevilla para ocho capataces. Las cifras de tanto unos como otros eran verdaderamente ridículas y daban lugar a los abusos de todos ellos.

Y es que, si calculamos que en aquellos tiempos podía haber en la Semana Santa de Sevilla unas 55 cofradías, a una media de dos pasos por cada una de ellas, que harían 110 pasos en total; si calculamos treinta y cinco hombres aproximadamente de media por paso (los palios treinta, así como los crucificados, y hasta cuarenta y ocho los misterios), tenemos que eran necesarios cerca de cuatro mil hombres para poner los pasos de la Semana Santa de Sevilla en la calle, o lo que es lo mismo, faltaban casi tres mil.

Esto originó que los costaleros tuviesen que sacar una cofradía por día, y hasta dos en el caso de la Madrugada, lo que también provocó situaciones curiosas como que las hermandades, especialmente las de la madrugada, pagasen salarios dobles a los costaleros a fin de que no sacaran los pasos de las del Jueves Santo por la tarde y que así llegasen más frescos a la suya. Esto es, les pagaban por no hacer nada en toda la tarde y tenerlos recluidos en la casa de hermandad hasta la hora de la procesión.

Pero, claro, tener encerrados a más de noventa hombres en la casa de hermandad toda la tarde hasta la una de la mañana, en el mejor de los casos, llevaba sus serios inconvenientes que a nadie se les escapan. En algunos casos era peor el remedio que la enfermedad.

También las cofradías de largos recorridos o de notable peso pusieron en práctica ideas parecidas, pagando a los costaleros por no sacar las del día anterior. Esto, evidentemente, era más difícil de controlar, por no decir imposible, lo que originó que un costalero se llevase en el mismo día hasta tres salarios de dos cofradías distintas: dos, de la que le pagaba por no haber salido el día anterior y por sacar la suya al siguiente; y uno, de la del día anterior, puesto que el costalero, incumpliendo su palabra, para nada renunciaba a sacarla y cobrar por ello.

Ni que decir tiene que los pasos se arrastraban de malas maneras, los hombres no podían ni con los costales y las hermandades, juraban en arameo. Se puede sacar una cofradía por día, pero siempre cuan do delante de las andas esté un buen capataz, exista una excelente cuadrilla perfectamente igualada y, sobretodo, el dinero no sea el principal motivo de hacerlo.

Esta grave crisis de costaleros, que llegó hasta bien entrados los ochenta, y que comenzó a mediados de los sesenta, y no, como algunos sostienen, comenzados los setenta, tuvo, si no un final feliz, si un tanto inesperado, como ahora veremos.

Fue a partir del año 1965 cuando las cuadrillas de auténticos profesionales, los verdaderos, o “antiguos”, como gusta que se les denomine, inician su rápido declive.

Bien por la retirada de su capataz tradicional, al que en ella solían acompañar por respeto, fidelidad o amistad; bien porque por decisión propia así lo hacían por edad, cansancio, aburrimiento o falta de ilusión bajo las andas; bien porque ya no les hacía falta el dinero de la corría de Semana Santa para sobrevivir durante el resto del año dado el espectacular crecimiento económico y, especialmente, de salarios, que se dio en la década de los años sesenta en el país, lo cierto es que las cofradías comenzaron a sentir para mal en el caminar de sus pasos en la calle la falta de estos buenos hombres.
 

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