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OPINIÓN - miércoles, 26 DE MARZO DE 2008

 
OPINIÓN / COLABORACIÓN

Costal nuestro de cada día (VI)

Por Francisco Cerro Muro


En esa época, aproximadamente en 1966, y aunque algunos no terminen de creérselo, por Miguel Muruve Pérez, se comienza a consolidar la cuadrilla de costaleros “hermanos” del paso de la cofradía del Gran Poder. Si bien el proyecto no llego a cuajar hasta años más tarde, lo cierto es que la semilla estaba plantada e iba a dar sus frutos. El palio, por otro lado, seguiría arrastrándose por las calles de Sevilla muchos años más.

No obstante, es la cofradía de los Estudiantes, con su imponente Cristo de la Buena Muerte, la primera en hacer Estación de Penitencia a la Catedral hispalense con una cuadrilla de costaleros formada en su integridad por hermanos.

El peligro para las cofradías y, por ende, para la Semana Santa, estaba empezando a disiparse. La de las aguas, de la parroquia de El Salvador, en mayo de 1972, cuyas andas estaban al frente de Luis León Vázquez, es la primera que consolida una cuadrilla de costaleros gratuitos formada por hermanos de la del Amor y de la Pasión.

En este tema de quien fue la primera cofradía en tener una cuadrilla completa formada por hermanos costaleros debemos de dejar las cosas muy claras y darle a cada cual lo suyo. La idea en un primer momento fue de la del Gran Poder, como ya apuntamos antes, si bien el proyecto no se consolidó más bien porque la mayoría de los costaleros eran profesionales dado que la cofradía no confiaba en los hermanos por su falta de “carne” (fuerza). Eso fue en 1965.

En 1972, la de las aguas, por vez primera, saca a la calle un paso llevado íntegramente por costaleros hermanos, pero eso fue en una procesión de gloria, no en Semana Santa, hecho este que hizo que al evento no se le diera la consideración merecida.

En ese mismo año y mes de 1972, Javier Falconde Macías como capataz dirige el paso, muy pesado por cierto, de una Cruz de Mayo, también en su totalidad formado por costaleros hermanos.

La de los Estudiantes, no obstante, en 1973, se adelanta a todas al poner en la Semana Santa de ese año el paso del Cristo de la Buena Muerte en la calle portado en su totalidad por costaleros hermanos. Fue por eso la que se llevó la gloria de ser la primera en poner un paso en la calle durante la Semana Santa cuya cuadrilla de costaleros estaba compuesta en su totalidad por “no pagados”.

Pese a todo, y si bien el asunto parecía estar resuelto, las cosas no iban a ser tan fáciles.

Efectivamente, los capataces, los buenos, los de verdad, los tradicionales que aún quedaban intuyen el peligro que no era sino otro que el de quedarse sin trabajo. Tal y como habían hecho las cofradías, reaccionan y, ante la evidente falta de costaleros a la que ya antes aludimos motivada en gran parte por la retirada de capataces de prestigio que arrastro la de aquellos, buscan personal en los pueblos limítrofes a Sevilla a fin de completar sus cuadrillas.

Craso error. Si bien el factor humano se solventó, abaratando incluso los salarios, no es menos cierto que lo hizo en pos de la calidad. Los hombres, sobrados de fuerza e, incluso, en la mayoría de los casos, de afición, desconocían de lejos la técnica y el oficio que se requiere para sacar un paso de Semana Santa en Sevilla.

La calidad era ínfima. No sabían andar ni moverse bajo los pasos. Los petardos en la calle eran habituales y se sucedían uno tras otro. El problema con los costaleros seguía latente en la Semana Santa y la gente incluso, haciendo de tripas corazón, optó por marcharse a la playa en esas fechas ante el patético espectáculo que ofrecían los pasos en las calles. Las “bullas” se acabaron.

Hasta hubo cuadrillas que, llegados los pasos de la cofradía a la Santa Iglesia Catedral, se disolvieron, marchándose cada uno a sus casas porque pensaban que allí terminaba la Estación de Penitencia y la procesión.

El que esto escribe ha vivido esos tiempos, y cierto es que ha podido observar, en multitud de ocasiones y durante bastantes años, el discurrir de cofradías por calles en solitario. Pasión, Mortaja, San Isidoro e, incluso las de la Madrugada como Gran Poder, Macarena o Esperanza podían ser perfectamente observadas, de cerca y durante largo rato, sin estrecheces, agobios ni “bullas”. Colocarse delante de los pasos durante el tiempo que uno quisiera era tarea nada complicada. Se podía hablar perfectamente y sin demasiados problemas con los contraguías, e incluso con los capataces, puesto que, entre otras cosas, no tenían demasiado trabajo con las andas en calles desiertas.

Tampoco las calles estaban cortadas por todos lados como sucede ahora ni repletas de sillas y palcos. Incluso la Catedral se encontraba abierta toda la tarde durante le discurrir de las procesiones del día, pudiendo verlas en su interior si así se le antojaba a uno.

Vista la situación, y ante las causas coyunturales, económicas y sociales que la habían originado, y también porque la Semana Santa en la calle no ha dejado jamás de tener su cierto grado de espectáculo bien entendido, que para nada se daba, sino más bien todo lo contrario, las cofradías optan por comenzar a prescindir paulatinamente para sacar sus pasos a la calle de las mal denominadas en esa época cuadrillas de profesionales (estas habían desaparecido tiempo atrás con la retirada de sus capataces de toda la vida o tradicionales), y comienzan a fijar sus ojos, no sin cierto interés malsano, en sus hermanos de mayor juventud.

Es posible que las cofradías, si no todas si su gran mayoría, siguieran aún en aquella época despreciando la figura del costalero. Pero lo cierto es que lo habían pasado francamente mal, sus economías no eran nada boyantes, los pasos cada vez pensaban más, y por fin, ahora, la ocasión para controlar y asegurar de una vez por todas el tema de los de abajo se les pintaba más que favorable y no pensaban de ninguna de las maneras desaprovecharla.

Desde luego la idea no podía ser mejor. Era mano de obra no ya barata sino gratuita de la que iban a disponer las cofradías para portar sus pasos; pero, es más, y en el colmo de la perfección recaudatoria, los hermanos costaleros debían satisfacer su cuota anual a la hermandad y pagar además la papeleta de sitio el día de la salida procesional. El negocio era redondo. Una vez más en la historia de las cofradías, estas habían conseguido darle la vuelta de manera muy favorable para sus intereses a una situación que las amenazó de manera seria y preocupante durante bastantes años y que les costó mucho dinero, disgustos y quebraderos de cabeza. El espíritu de supervivencia que las caracteriza había vuelto a ser puesto en práctica de manera eficaz y dado convenientemente sus resultados.

Tenían aún, no obstante, un serio problema que resolver: carecían en su nómina de hermanos de capataces con experiencia y valía que pudiesen llevar a cabo el ingente y complicado trabajo que requería enseñar a caminar bajo los pasos a hermanos que jamás se habían colocado bajo una trabajadora, inexpertos hasta el extremo de que no sabían ni hacerse la ropa y que desconocían de lejos el oficio, entre otras cosas, porque nunca lo habían ejercido.

Si bien la papeleta era complicada de resolver, otra vez, las cofradías tienen mucha suerte, y lo hacen con nota.

Sabedoras de que los pocos capataces antiguos de prestigio y valía que quedaban aún en Sevilla, aficionados como el que más, eran bastante reacios a dejar los martillos de los pasos, menos aún en manos de cualquier “majareta”, les proponen hacerse cargo de la ingente y complicaba labor, no dudando estos en aceptarla sin poner apenas condiciones, también u n poco por el miedo que les suponía quedarse sin el trabajo que tanto les gustaba y por el que tanto amor y afición sentían. Así pues, otro problema, y por cierto de no poca enjundia, resuelto a satisfacción.

Hombres expertos y curtidos delante de las andas procesionales se harían cargo, en muchos casos de manera gratuita, del notable trabajo de formar, igualar, aleccionar y enseñar a caminar bajo los pasos de Semana Santa de las cofradías sevillanas a cuadrillas integradas por hermanos costaleros que no tenían ni la más mínima idea de cómo hacerlo. Superado, pues, el pánico que un primer momento a las cofradías les había provocado tener que sufrir una situación anormal e injusta, y de muy mala solución, estas vuelven a tomar las riendas del cotarro.

Efectivamente, capataces de la talla de Salvador Dorado Vázquez “El Penitente” o Luis León, tomaron la responsabilidad de formar y sacar adelante cuadrillas que debían portar los pasos de cofradías de la envergadura de la Buena Muerte (Estudiantes), las Penas de San Vicente, las Siete Palabras o el Amor, por citar unas pocas. Por otro lado, Domingo Rojas hacía lo propio con Santa Marta y Pepe Luque, con notable acierto, se encargaba de sacar adelante con cuadrillas mixtas palios tan complicados y de notable peso como el de las Penas.

Los Ariza, por su parte, tampoco se quedaron atrás y supieron adaptarse con acierto a los tiempos que corrían, más en un desesperado intento de salvar algo por lo que tanto habían luchado que por el simple afán de protagonismo o el permanecer, sin más y de cualquier manera, al frente de martillos tan anhelados y codiciados por otros que, como buitres al acecho de la carroña, esperaban que el “tinglado” se viniera definitivamente abajo y sacar así tajada en el momento más oportuno. Los Ariza, por fortuna para ellos y para las cofradías, se quedaron con el Gran Poder, la O, la Soledad de San Lorenzo, San Esteban y, más tarde, con los Estudiantes.

En esos tiempos, también por fortuna, irrumpen con nuevas y brillantes ideas capataces como Carlos Villanueva, hijo de Manuel, Alberto Gallardo, Javier Fal Conde, tutelado siempre por el gran aficionado Rafael Salvatella, Jesús Basterra, Alejandro Ollero, los Recaí o Antonio Santiago, hijo del entrañable Manolo.

La calma, siquiera por los difíciles momentos sufridos por todos, parece instaurarse de nuevo en las cofradías y, por ende, en la Semana Santa y, aún de manera momentánea, las aguas parecen volver a su cauce, aunque los problemas, si bien no tan graves y preocupantes como los padecidos anteriormente, van a seguir produciéndose unos cuantos años más, como veremos después.

Al año siguiente, 1973, de la salida en procesión de gloria de la cofradía de las Aguas, mandada por Luís León Vázquez, sale, ya en Semana Santa, y con su cuadrilla de costaleros hermanos, la del Amor, yendo al frente de ella este mismo capataz. En 1975 son seis pasos más los que se suman al innovador invento; tres lleva Ariza: la O, San Esteban y el Gran Poder; la Vera Cruz hace lo propio de la mano de Javier Fal Conde, primer capataz hermano.

El futuro parecía estar garantizado, aunque había que manejarse con extremo cuidado. Durante 1978 y 1979 son 45 los pasos que debutan en la calle con hermanos costaleros, a los que hay que unir los que ya lo hacían anteriormente, otros 24. La época de los profesionales mal entendidos acabo ya. Sevilla, y sus cofradías, en menos de seis años, supieron darle la vuelta a una situación harto complicada y comprometida, que amenazó de manera muy seria la propia supervivencia de los costaleros bajo los pasos de Semana Santa.

La afición, verdadera fuera motriz de los costaleros, ya estuviesen formando parte de cuadrillas mixtas, profesionales puros o antiguos, neoprofesionales, aficionados, hermanos o aquellos que iban por promesa un tanto ajenos a este verdadero galimatías de nombres y denominaciones, es la única que ha sabido dar forma y sentido a una actitud ante la vida que no se comprende si no es con la Fe para con “quienes se llevan arriba”.

Pero, aún así, los problemas iban a seguir surgiendo; y por razones muy sencillas y que se veían venir de lejos ya que eran más que predecibles.
 

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