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OPINIÓN - VIERNES, 11 DE ABRIL DE 2008

 

OPINIÓN / EL OASIS

Pepe Benítez
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

No, Pepe, no tenía ni idea de que te estaban tratando de una dolencia en Madrid, ni mucho menos que esa dolencia te había hecho pasar por ese trance final al que todos estamos expuestos desde que nacemos. Pero ha tenido que ser Domingo Ramos, tu gran amigo, quien me haya puesto al tanto de lo tuyo.

Te has ido, Pepe, cuando empezaba a reír la primavera. No podía ser de otra forma; sobre todo en alguien como tú, tan coherente y tan dado a mantener la dignidad de tus ideas, siempre pasadas por el tamiz interior de la reflexión. Dicen que la muerte es la distancia, pero yo pienso como creo que muchos otros, ahora que abril hace bueno el refrán, que la muerte nos aproxima y todos nos vamos haciendo de la misma familia.

Verás, Pepe, me vas a permitir que te recuerde un párrafo del obituario que César González Ruano le escribió a Agustín de Foxá, seguro que sobradamente conocido por ti, por razones obvias: La muerte es como una ancha patria que tiene por vida el Cielo. Cada amigo que muere nos acerca a la idea alegre de la muerte; estamos con aquellos mas firmes y más fieles que nunca: no faltaremos a la cita.

Mira, Pepe, por mucha ley que te haya tenido en esta vida, y que seguiré teniéndote, no quiero ponerme sentimental y caer en el error de convertirte ahora poco menos que en el santo Job. Y hacerte loas de las que tú terminarías por avergonzarte. Y es que, señor Benítez, tú nunca presumiste de nada, y mira que estabas repleto de motivos para sacar pecho. Por lo que me voy a limitar a recordarte cómo te conocí.

Fue en la plaza de las Galeras, en el Puerto de Santa María, en una época donde escaseaban los entretenimientos y el hambre seguía haciendo de las suyas. Tu presencia en los veranos portuenses, despertaba la ilusión de los adultos y generaba divertimiento entre la chiquillería. Eras, sin el menor ápice de exageración, un personaje admirado y querido por todos los que te trataban o, simplemente, te conocían de oídas y de verte, con camisa azul y pantalón blanco, convertido en el mejor animador de un tiempo necesitado de alegrías.

Mira, Pepe, aún me parece verte, cuando el sol cedía un poco y la brisa culebreaba por entre las palmeras del Parque Calderón, poniendo en práctica juegos recreativos; antesala de un partido de balonmano o de baloncesto. Usabas la plaza como pista deportiva y alrededor de ella conseguías congregar a mucha gente que disfrutaba de las competiciones que organizabas, con nada y menos. ¡Qué arte y qué capacidad de convencer como destacado animador sociocultural!

Mira, Pepe, yo siempre he dicho, cuanto tocaba hablar de ti, que en mi pueblo todo el mundo quería ser tu amigo. Y no me he cansado de propagar, en esta tu tierra, lo mucho que representaste en los veranos de mi pueblo; y sobre todo las muestras de afecto que recibías por ofrecernos aquellos espectáculos deportivos. De lo que has representado para el deporte ceutí, soy yo el menos indicado para airearlo. Pero seguro que pocas personas han dado tanto a cambio de tan poco.

Ay, Pepe..., me asomo al balcón, y a pesar de que la primavera es ventosa y cruda, veo a varios niños que corren detrás de un balón en el polideportivo de Zurrón. El tuyo. El que debe llevar tu nombre.
 

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