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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 28 DE MAYO DE 2008

 

OPINIÓN / EL OASIS

Antonio Sampietro
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

No se preocupaba por nada, era un bon vivant que gustaba del vino y de la buena mesa. Y que aspiraba a medrar entre la tenida, entonces, por gente guapa. De modo que un buen día aterrizó por la Costal del Sol y se puso a merodear alrededor de Jesús Gil: quien necesitaba subalternos dispuestos a participar en el gran negocio que, por medio de la política, estaba dispuesto a montar.

Antonio Sampietro, relinchando a su manera entre los hombres de confianza del dueño de Imperioso, consiguió llamar la atención de éste y fue admitido en el clan. Y a partir de ese momento se convirtió en uno de los principales rostros de ese grupo de individuos que vendía su gestión municipal cual si fuera una empresa capaz de convertir las ciudades en edenes y generar dineros, que luego se repartirían entre unos pocos. Así lo solían propalar.

He contado, más de una vez, que la primera vez que vi a Sampietro fue en la Feria de Ceuta, durante una cena servida en la caseta de San Urbano; sí, la instalada por la Policía Local, durante las fiestas agosteñas de principio de la década de los noventa. Cena a la que fui invitado, como representante del periódico en el cual escribía, por aquel entonces. Recuerdo que me sentaron a la vera de Luis Ortiz: uno de los tres famosos ‘chori’ de la Marbella primigenia, ex marido de Gunilla von Bismarck, y pareja de hecho, como ellos reconocen, actualmente.

De cuanto se habló en aquella cena, deduje que estaba asistiendo a la puesta en escena de una trama urdida en toda regla para acabar con un presidente que se había ganado el desafecto de varios empresarios locales y, cómo no, de cargos de su propio partido. No faltaron, a la hora de los postres, los brindis por quienes en esta ciudad habían tenido la feliz idea de viajar a Marbella para entrevistarse con Jesús Gil y José Antonio Roca. A fin de rogarles, incluso bajando la cerviz, que se presentaran a las elecciones autonómicas en Ceuta. Y, por si fuera poco, se dijeron bravatas contra quienes osaran enfrentarse al poder que ellos iban a establecer. Era evidente que las bravuconadas formaban parte del repertorio de los gilistas.

Las bravuconadas se convirtieron en algo corriente durante el tiempo que Sampietro estuvo como presidente. Hubo periodistas que se subieron al carro del GIL y se convirtieron en perdonavidas, fanfarrones, matachines, dictadores de la información que había que publicar. Exigiendo a los propietarios de los medios que despidieran a quienes incumplieran las normas establecidas.

Pues bien, cuando parecía que el paso de los años jugaba a favor del olvido de aquel pasaje de la vida local, tan desgraciado como funesto, aparece Sampietro anunciando su llegada a Ceuta para recrearse en la suerte de unos acontecimientos que causan bochorno y vergüenza ajena, por el mero hecho de recordarlos.

Viene nuestro hombre, Toni el bon vivant, dispuesto a presumir de la presentación de un libro en el cual cuenta las miserias de quienes, según él, arruinaron el gilismo. En él se ensaña con Julián Muñoz, Roca y otros personajes del partido del Gil. Del partido con el cual embaucó el catalán a miles de ciudadanos ceutíes. Eso sí: de acuerdo con personajes locales, que hicieron las veces de conde don Julián. Y seguro que los habrá dispuestos a reírle las gracias y a festejar con él sus peripecias. ¿Pisará el salón del Trono?...
 

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