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OPINIÓN - JUEVES, 19 DE JUNIO DE 2008

 

OPINIÓN / EL OASIS

El alcalde de Estepona
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Antonio Barrientos, médico alergólogo, supo un día que la medicina no era lo suyo. Amante de la buena vida y de lucir palmito en una costa donde los chorizos tienen siempre cabida en los mejores círculos, se hizo socialista para denunciar las tropelías del GIL. Y se convirtió, de la noche a la mañana, en Atila, azote de Jesús Gil.

Barrientos pactó con todos los partidos hasta conseguir echar de la alcaldía a los ‘gilistas’ y coronarse él como el rey del nuevo edén de la construcción en la Costa del Sol. Fue ganando fama de mecenas provinciano y mostraba apetencias de ser tenido por hombre de cultura singular. Pronto comenzó a dejarse ver entre artistas, toreros y futbolistas. Quienes, en cuanto podían y podían siempre, destacaban la bonhomía del alcalde de Estepona. Un auténtico caballero en todos los sentidos.

Rodeado de asesores. Uno de ellos, muy versado en los entresijos periodísticos, le recomendó que haría muy bien en darle vida a un programa cultural: ‘Estepona, Ciudad del periodismo’. Que sería el mejor reclamo para asegurarse la presencia de figuras destacadas de los medios de comunicación. Y con ellas, sin duda, se aseguraba un trato privilegiado por parte de quienes cada año llegaban a Estepona para ponerse de todo hasta... donde la espalda pierde su nombre.

La popularidad del alcalde de Estepona fue subiendo como la espuma desde que en 2001 logró su propósito. Y hasta despertó la curiosidad de otros alcaldes. Que no dudaron en preguntarse cómo sus asesores no le habían dicho nada sobre los beneficios que reportaba patrocinar un acontecimiento calcado al que se celebraba ya en el pueblo malagueño.

Y los alcaldes comenzaron a llamar a Barrientos para rogarle encarecidamente que se dignara a firmarles un protocolo de amistad. Con el único fin de que éste les pusiera al tanto de cómo se las había apañado para conseguir un éxito tan rotundo con ‘Estepona, Ciudad de Periodismo’.

Los alcaldes no se habían preocupado de hurgar en los avatares de la azarosa existencia de un Barrientos que ya había recurrido a los políticos del Gil; otrora tan perseguidos por él, para que les explicara la regla madre del partido que había propiciado la ‘Operación Malaya’: ser gestor más que político para ganar mucho dinero y repartirlo entre unos pocos. Y, en cuanto se aprendió esa ley no escrita, se convirtió en un Midas que convertía los descampados del pueblo en las Minas del Rey Salomón.

En abril, aguas mil, hace a las puertas cerrar y abrir, y a los cochinos gruñir, el alcalde de Estepona arribó a Ceuta y fue recibido como si fuera un redivivo Mohammad Reza Phalevi, último Shar de Persia. Cierto es que Barrientos impresionaba. Por su porte de galán y por la fuerza que transmitía quien se sabía ya poderoso en todos los sentidos.

El alcalde de Estepona se presentó en la ciudad acompañado de un séquito que lo trataba como si fuera un Kennedy español. La recepción que le dispensaron los políticos locales poseía un boato digno de los siglos pasados. Todo se magnificó mediante escenas barrocas celebradas en la rotonda del llamado pomposamente, Palacio de la Asamblea. Y nadie se percató de que el pobre Barrientos era ya motivo de escándalo público.
 

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