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OPINIÓN - JUEVES, 19 DE JUNIO DE 2008

 
OPINIÓN / COLABORACIÓN

No sólo es el lenguaje

Por Manuel J. Ruiz Torres


Cuando se creó el Ministerio de Igualdad lo celebré con dos artículos seguidos defendiendo su necesidad. En otros, he apoyado la mayoría de las políticas de presencia real de la mujer en los puestos de gobierno y decisión, empezando por la gran capacidad de pedagogía social del sistema de cuotas. He expuesto, aquí mismo, mi opinión de que las mujeres son las únicas legitimadas para decidir sobre su propio cuerpo en el aborto. En otros, defendí la necesidad de una nueva masculinidad enmarcada en un modelo distinto de pareja, en el que la igualdad fuera una consecuencia lógica del respeto.

Hago todo este discurso ideológico de presentación para evitar, en lo posible, que nadie malinterprete mi crítica. Se puede estar de acuerdo en lo general, la igualdad, y discrepar en lo particular, la forma de conseguirla, sin que esa discrepancia merezca el prejuicio de no discutirse siquiera, sólo por el género de quien la realiza.

No estaría bien que, como reacción a las muchas discriminaciones que padecen las mujeres, empiece a extenderse otra no menor: despachar como «machista» toda crítica que reciban. Aunque, a veces, sólo a veces, sean bastante razonables. La ministra Aído cometió diversos errores la semana pasada. Significativamente la están acribillando por el menor de ellos, un lapsus de lenguaje. Los mismos que critican la frivolidad en la política enseguida acuden al lenguaje de zarzuela y copla para reducirla a anécdota. Y, de paso, denigrarla hasta su propio nivel de intolerancia pretendidamente chistosa. No voy por ahí. Si una se equivoca, lo reconoce y punto. No ha sido el caso: la tozudez ha empeorado una nadería, convertida de pronto en inoportuno debate lingüístico. Cuando el lenguaje sigue sus propias leyes y se adapta a realidades. No al revés.

Más grave me parece la desinformación generada alrededor de ese teléfono que se anunció, torpemente, para que algunos hombres puedan «canalizar su agresividad». Aunque luego se corrigió, se ha perdido el efecto de presentación de un instrumento que, desde ahora, se recibe ya con desconfianza. No es baladí este asunto cuando, probablemente, la principal función de ese Ministerio es extender una didáctica de la igualdad desde la naturalidad y la formación. No es eficaz, pedagógicamente hablando, presentar, con un lenguaje tan negativo, un instrumento creado para involucrar al género masculino en una sociedad mejor.

No digo que no haya mucho que corregir, sino que mejor que el lenguaje de correccional es incidir en lo mucho que gana el hombre con unas relaciones igualitarias. Un discurso positivo.

No es sólo un problema de presentación sino de implicación. Si se cree, de verdad, en esa inclusión del hombre en la solución del problema de la desigualdad sobran las desconfianzas. Por supuesto, mutuas.

No debería extrañarnos que un hombre, o una mujer, critiquen comportamientos injustos de alguna mujer. Ni que eso suponga, por sí sólo, su descalificación como machista.

Le ha pasado a Alfonso Guerra. Tan tiroteado como la ministra pero sin nadie que lo defienda. Ni ella: «Prefiero no contestar», que es tanto como acusarlo de lo que no es. Por cometer la «incorrección» de sugerir que existen denuncias falsas de maltrato, dentro de un discurso de condena rotunda de esa lacra. Un hecho sin cuantificar pero probado en algunas sentencias. Esas denuncias falsas añaden más daño aún a las muchas mujeres maltratadas, se dice que más de dos millones y medio. Los hombres que no quieren cambiar, tristemente muchos más que los parejos dos millones y medio de maltratadores, las utilizan para sembrar de dudas la veracidad de las denuncias ciertas. Doblando, así, la agresión. Pero en lugar de señalarlas como enemigas de la igualdad, de denunciarlas, muchas prefieren que no se toque el asunto.

Se adueña un discurso de la corrección que falsea el entendimiento del problema.

Es políticamente inconveniente decir que hay muchas mujeres testigos de maltratos, por supuesto no las víctimas, que los consienten en otras o les quitan importancia. Ni madres que educan a sus hijos en que es normal que ellos vean la televisión mientras ellas, o sus hermanas, hacen la casa. Ni señalar la incongruencia de que esos machitos despectivos encuentren siempre pareja. Falta algo de autocrítica.
 

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