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OPINIÓN - VIERNES, 20 DE JUNIO DE 2008

 

OPINIÓN / EL OASIS

Cobardes
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Hace dieciocho años, me llamó a su despacho un empresario, tenido por testaferro del medio que editaba, para saber si yo era capaz de escribir artículos de opinión personalizando. Lo miré fijamente y me encontré con un señor más que metido en carnes, con los nervios disparatados, que se bebía una caja de Coca-cola en veinticuatro horas y que era capaz de zamparse media estantería de pasteles del Vicentino, en ese mismo tiempo.

Félix Muñoz Yepes era todo un espectáculo. Y la verdad es que aquel cuerpo orondo hasta el extremo de no poder ser abarcado con la vista, estaba coronado por una cabeza muy grande para poder almacenar las muchas marrullerías y perfidias, tretas y artimañas y toda clase de zorrerías con las que solía ganarse la vida. Y muy bien, además. Eso sí: hasta que se descubría que todo él era una fachada de quita y pon.

Había llegado a Ceuta convencido de que en esta tierra se amarraban los perros con longanizas. (hay frases hechas que siguen siendo imprescindibles). Un error que iba acompañado del enorme desconocimiento que tenía de la gente que movía los hilos de oro de la ciudad. Lo cual, acompañado siempre de una jactancia chocante y de postinear cómo se podía engañar a una Caja de Ahorros, le hacía un daño irreversible.

A pesar de todo lo dicho, le respondí que sí; que sí aceptaba yo escribir un artículo diario nominando a la persona censurada. Y que tampoco me temblaría el pulso a la hora de criticar aceradamente a las instituciones, por más respeto que les tuviera, si las circunstancias lo exigían.

No hace falta decir que a medida que mis trabajos se iban publicando comenzaron a llegarme los consejos de quienes hasta entonces se reservaban los mejores espacios de los periódicos para contar sus aventuras y, por encima de todo, para darse pote de la mucha finura que atesoraban. Trataban por todos los medios de disuadirme de que no escribiera lo que les parecía una temeridad.

Practicaban, casi todos los por mí considerados sepulcros blanqueados, un ejercicio que les era muy rentable: propagar la mala conducta de los más débiles y resaltar las actuaciones de los poderosos. Ocultando la manera con que éstos conseguían riqueza y prestigio. Y, cuando se les recriminaba semejante desfachatez, respondían con el topicazo: “En esta ciudad nos conocemos todo y como tú comprenderás nos debemos mucho respeto”.

No hace falta decir que mi irreverencia me ha hecho pasar lo indecible. El primero que me traicionó fue aquel fulano gordo, llamado Félix; luego vendrían otros: el más destacado un editor que me dejó a merced de quienes en un mal día quisieron matarme. Bueno, este editor no es de fiar; porque acostumbra a dejar en la estacada a cualquiera. Pero yo he seguido personalizando en mis columnas; sin que jamás haya presumido de ello. Porque sé que el periódico no es mío. Y que uno va asido a un trocito muy pequeño del carro de la independencia.

Personalizar es lo que debería hacer Carmen Echarri. O bien dejar de opinar. Porque es de mucha cobardía querer denigrar a las personas omitiendo su nombre. Cobardía compartida con su jefe. Cuando uno acusa debe hacerlo con todas las consecuencias. O bien callarse. Que es lo que suelo hacer yo, muy a pesar de saber todo lo que sé de esa Casa en la cual estuve tantos años.
 

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