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OPINIÓN - SÁBADO, 28 DE JUNIO DE 2008

 

OPINIÓN / EL OASIS

Ostentaciones
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Leo, a primera hora de la mañana, a un columnista reputado que denuncia, una vez más, cómo despilfarran el dinero público los cargos en las autonomías, diputaciones y ayuntamientos. Habla de sueldos elevados y sinecuras con el dinero de los contribuyentes. Y enumera ciertos privilegios que los políticos vienen disfrutando como si tal cosa.

He aquí algunos: “Uso indiscriminado de coches oficiales, contratación discrecional de asesores, despilfarro en telefonía móvil, tarjeta de créditos, comidas en restaurantes de lujo, viajes en primera clase, gastos representativos y, en general, todo un suntuoso tren de vida que sus beneficiarios jamás se permitirían si tuviesen que sufragarlo de su propio bolsillo”.

Tales privilegios consiguen estimular la alacena de mi memoria y veo con claridad la figura de Antonio Álvarez. Arrumbador de las Bodegas Caballero que destacó bien pronto en la defensa de sus compañeros y que, por sus ideas políticas, estaba más veces entre rejas y apaleado, que en su lugar de trabajo. Tampoco se libraba su mujer, Isabel, apodada La Pasionaria, de sufrir vejaciones y encierros. El matrimonio vivía en una casa colindante con la mía en la calle de Federico Rubio, en el Puerto de Santa María.

Antonio Álvarez fue el primer alcalde comunista en las primeras elecciones democráticas. En aquel tiempo, yo entrenaba al equipo local y dado que al alcalde le chiflaba el fútbol, y además me había visto crecer, gustaba de hablar conmigo en cuanto se propiciaba. Y durante nuestras charlas, sentados a una mesa fuera de un bar de la Ribera del Marisco, solía decirme que sus compañeros comunistas querían defenestrarlo porque le acusaban de “haberse aburguesado”.

El aburguesamiento del alcalde consistía en ocupar un sitio preferente a la vera del presidente del club en el palco del José del Cuvillo, los días de partido. Comer jamón y langostinos, cuando se encartaba, porque nunca antes había tenido la oportunidad de hacerlo. Por falta de medios y porque se había pasado media vida en la cárcel. Y, sobre todo, terminó por ganarse la inquina de los suyos cuando un día apareció vistiendo una chaqueta azul, cruzada, y pantalón gris. Sus compañeros de la izquierda hicieron de aquello un drama. Y Antonio, hombre honrado, que se distinguía por su educación y porque nunca le pudo el rencor de los ultrajes padecidos, sufrió en sus carnes la persecución de los propios.

Lo que va de ayer a hoy. Metido ya en comparaciones, me he acordado de cuando yo mantenía relaciones laborales con Juan Vivas y cada mañana acudía a visitarle a su despacho para cambiar impresiones sobre mi cometido en el llamado entonces IMD. Era Vivas, en aquellos años, un funcionario poderoso. Afincado en el despacho de una oficina en la que hacían cola empresarios y políticos buscando asesoramientos. Y todos salían confortados y hablando maravillas de un hombre que andaba obsesionado con evitar cualquier acción que pudiera ser tomada como un signo de fastuosidad.

Ejemplo: una mañana acudimos, como otras veces, al ‘Milord’; él para tomar su té y yo mi café con leche. El local estaba abarrotado y la gente le saludaba ya con efusión. A la hora de pagar, Vivas se dirigió a mí: “Paga tú..., que no me gusta hacer ostentaciones”. Eran, sin duda alguna, otros tiempos.
 

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