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OPINIÓN - JUEVES, 21 DE AGOSTO DE 2008

 

OPINIÓN / SNIPER

21. La invasión de España (y IV)
 


José Luis Navazo
yebala06@yahoo.es

 

Efectivamente, todas las fuentes concuerdan (hasta la llegada de la “invasión dura” de Almorávides y Almohades) en la mayor permisividad religiosa del ocupante islámico en contraste con el integrismo visigodo y en una elaborada política de pactos, generosa con la facción disidente autóctona y abierta con la nobleza visigoda previo siempre a su sometimiento, bien mediante tratados (conde Teodomiro, en Murcia) o la conversión al Islam: conde Casio en el valle del Ebro, del que posteriormente descendería el famoso clan de los “Banu Qasi”,

La realidad es que, apunta clarividente Angus Macnab, “El poder espiritual de España había sido socavado en sus raíces y la derrota del Guadalete fue la consecuencia, no la causa, de la ruina de la España goda”. O como explica Domínguez Ortiz: “La conquista de España no se debió tanto al poder de los vencedores como a la impotencia de los vencidos” aun cuando, como vimos, Córdoba no se rindió sin lucha, Sevilla y Mérida resistieron meses tras sus murallas y los restos del ejército legitimista visigodo, reagrupado, fue batido definitivamente en Écija (Jaén). En cuanto a la posterior evolución política del Islam (“español” de Al Andalus inclusive…), es perfectamente aplicable la presente frase de Maquiavelo: “La naturaleza de los pueblos es voluble, es fácil persuadirlos de una cosa, pero es difícil mantenerlos en la persuasión. Y por esto conviene estar organizado para que, cuando dejen de creer, se les pueda hacer creer por la fuerza”. Al fin la marea islámica de los bereberes de Alqama (acompañados por el obispo “pactista” Don Oppas, prelado de Sevilla y hermano de Witiza) es contenida por los montañeses astures liderados por un noble visigodo, Pelayo, en los Picos de Europa (hacia el 718 según la tradición en Covadonga, Asturias), más tarde en el Alto Aragón y, finalmente, frenada por la caballería de Carlos Martel en la trascendental batalla de Poitiers (Francia, 732), donde son rechazadas las tropas musulmanas de Abderrahmán al-Gafiqui. Además, señala I. Rivero, “Pronto surgieron tensiones en el grupo de la aristocracia árabe, entre los yemeníes y los qaysíes y de todos ellos contra los bereberes, sublevados en el 740 por la discriminación en el reparto del botín”.

Las consecuencias de la ocupación de España por el Islam (desigual en el tiempo a lo largo del territorio peninsular) son ambivalentes, pues si por un lado durante el periodo Omeya brilló Al-Andalus con luz propia como referente cultural de la época y como simbiosis del genio ibérico, caídos los Reinos de Taifas el fanatismo Almorávide y el rigorismo Almohade poco tuvieron que envidiar a la oprobiosa Inquisición cristiana; además, el Islam apartó a España (para bien y para mal) de su evolución dentro de la sociedad europea, africanizándola y orientalizándola; incluso el actual modelo de “Estado de las Autonomías” no es sino un trasunto de las medievales Taifas, mientras que el latifundismo andaluz es una desagradable consecuencia (“efecto colateral” puede decirse) del avance de la Reconquista cristiana. Finalmente, el recuerdo de Al-Andalus es el paradigma actual de la reivindicación islamista, tanto meramente cultural como salafista y yihadista.
 

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