Uno lleva muchos años escribiendo
en periódicos y está acostumbrado ya a recibir muestras de
desagrado por parte de quienes están en desacuerdo con lo
publicado y petición de oreja insistente por los que se
divirtieron con lo opinado.
Cualquier ejemplar de los primeros se hace notar poniendo
cara de apretado cuando me ve y, desde luego, negándome el
saludo que antes parecía ser tan necesario para él como
vivir de la política o procurar por todos los medios que su
mujer no se entere de que va por la vida convencido de que
es el vivo retrato del mejor Troy Donahue: aquel rubio galán
del cine de los años sesenta, nacido en Nueva York, y que
hacía gritar de histeria incluso a las damas más
encopetadas.
En relación con los segundos, ni que decir tiene que el
arquetipo se comporta de manera bien distinta. Llegando al
extremo de que en ocasiones me hace pensar, con sus
ditirambos, que esta es la columna más leída y que lo
primero que desea al echarse abajo de la cama es buscarla
para empaparse de lo que pueda decir yo. Con lo cual me
obliga, a pesar de que por educación salga a los medios a
recoger los consiguientes aplausos, a flagelarme diariamente
para que no se me suban los humos a la mollera hasta el
punto de dañar el medio ambiente. Algo que no me perdonaría
mi estimado José Manuel López, presidente de Septem Nostra.
Como verán ustedes, y sin ánimo de darme pote, es tarea
difícil escribir diariamente una columna. Y lo es aún más si
la misión encomendada es la de sacarle punta cada día a lo
que sucede en la ciudad. Una ciudad preciosa –sí, no me
canso de repetirlo, ¿pasa algo?... –, aunque pequeña por su
escasez de quilómetros.
Y en sitios así, el columnista está siempre en la cuerda
floja. Pues sucede que los prejuicios en los pueblos
cristalizan con una dureza extraordinaria. Surgen las
pasiones pequeñas. Y en vista de que la energía humana
necesita un escape no puede estar reprimida y hace presa en
las cosas pequeñas, insignificantes, y las agranda, las
deforma, las multiplica... Y todo cuanto se dice acaba
hipertrofiado.
Y si al enjuiciamiento exagerado de los comentarios se le
une la endogamia existente (aclarando: unión sexual entre
personas pertenecientes al mismo grupo social), el peligro
es todavía mayor. Y uno llega a pensar en la mucha razón que
tuvo Larra cuando dijo aquello de que escribir en España es
llorar.
Pero ya no sólo es peligroso escribir, no; sino que quien
escribe ha de cuidarse mucho de conversar en según qué
sitios. Me explico: si se asiste a una tertulia,
verbigracia, hay que cuidarse mucho de manifestar las
tendencias, los gustos, los deseos, o preguntar si es verdad
algo que a uno le han contado acerca de cualquier político.
Porque, inmediatamente, ese político será puesto al tanto de
lo que no deja de ser una gilipollez por parte del chivato
de turno que anda siempre temeroso de perder el cargo que
ostenta sin reunir los méritos suficientes. Y, por tal
motivo, está siempre presto a funcionar como correveidile.
En fin, que a pesar de todo lo reseñado, y por más que la
vida en las ciudades pequeñas lleve consigo los prejuicios,
las pasiones menores, los odios enconados y hasta las
exageraciones, uno hace todo lo posible por mantener el
tipo. Sabiendo que en cualquier momento hasta el más necio,
revestido de altanería, pedirá ayuda.
|