Conocí a Juan Antonio García
Ponferrada en enero de 1982. Fue en el Rincón del
Muralla e iba acompañado por Fernando Jover. En aquel
tiempo, ambos formaban una pareja muy bien avenida. Incluso
no tenían que esmerarse para dar la impresión de que
disfrutaban compartiendo muchas cosas.
Aunque conviene aclarar cuanto antes que ambos aportaban a
la tertulia el estilo propio. Un estilo que fui conociendo a
medida que pasaban los días y ellos iban sumando visitas a
esa tertulia en la cual brillaba el magisterio de Eduardo
Hernández (a propósito, fue el primero que me habló muy
bien de Antonio Benítez; distinguido recientemente
con la medalla de la Ciudad).
De García Ponferrada sabía que le gustaban los caballos. No
en vano le había visto lucir su figura montando un ejemplar
magnífico, en las fiestas agosteñas. Y, además, destacaba
vistiendo el traje corto como mandan los cánones del asunto.
Lo que no sabía es que todavía entonces fuera joseantoniano
hasta las cachas. De lo que me enteré porque así se lo dijo
él a Eduardo Hernández, debido a una pregunta que le había
hecho éste.
Lo que no me acuerdo muy bien es lo que le respondió Jover
cuando su amigo se declaró partidario de una ideología que
tenía por buena para poderse acomodar a la situación de los
años 80. Si bien en mis apuntes aparece el deseo político
que anidaba en aquellos días en la mente de Fernando: “Estoy
dispuesto a militar en un partido donde la socialdemocracia
sea una realidad. De lo contrario, prefiero permanecer al
margen de la política activa”.
Al cabo de cierto tiempo, aquella pareja que parecía gozar
del poder de lo indisoluble acabó en un divorcio político
que a punto estuvo de separarlos también para siempre en lo
personal. Y pasaron por el conocido trance de si te veo y no
me saludas tampoco te saludo yo a ti. Así que nunca más supe
de cómo estaban las relaciones entre dos personas que a mí
me caen la mar de bien.
Hasta que un día, de septiembre del año pasado, le dije yo a
Fernando en la miscelánea dominical, que no aceptaría
ninguna invitación suya si no me prometía la presencia de mi
estimado Juan Antonio. Y me llevé una grata sorpresa: la
pareja estaba más que reconciliada y quedamos en que había
que celebrar tan buena nueva. Pero esa celebración se iba
demorando por inconvenientes diversos. Aunque ninguna de las
partes la teníamos olvidada.
De hecho, ayer recibí la llamada de Jover para preguntarme
si me era posible estar hoy en el restaurante El Varadero
para cumplir con lo que nos prometimos en su día. Y le
respondí que sí. Faltaría más. Si bien no le dije que
aprovecharía nuestra reunión para brindar también por algo
que sé que le tiene comida la sesera actualmente: el saber
que va a ser nombrado legionario de honor el 20 de
septiembre. Y es que a sus 65 años -¿se quitará algunos este
sempiterno y coqueto galán?-, uno sabe de buena tinta que
estas distinciones le proporcionan la fuerza que a veces
necesita para continuar dando muestras de saber estar.
En fin, que ya les contaré a ustedes, todo no va a ser
insistir sobre la tan manida política local, cuanto dio de
sí el almuerzo en sitio donde su propietario, Manolo
Guillén, será testigo participativo de ese brindis doble
entre García Ponferrada, Jover y el que escribe. Y todos tan
contentos.
|