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OPINIÓN - MARTES, 21 DE OCTUBRE DE 2008

 
OPINIÓN / CARTAS AL DIRECTOR

El ser o no ser de los Partidos Políticos

Por Gerardo Hernández Les *


La cuestión de los partidos políticos en España, entendida como problema, es un hecho que casi nadie discute. Su descrédito ante la opinión pública y ante distintos estamentos sociales es una realidad insoslayable. Pero el fenómeno no es reciente, sino que acompaña a nuestra democracia desde el inicio de su andadura – que sobrepasa ya los 30 años – y el malestar que genera no es ajeno al malestar político que destila nuestra sociedad.

Nuestra transición democrática fue, en realidad, un proceso cruento para sus principales actores políticos. Unos (la UCD) pagaron la factura del franquismo y otros (el PCE) la del antifranquismo. La ilusión que despertó en los ciudadanos la llegada de los socialistas al poder no les hizo diferentes a los demás partidos nacionales en cuanto al papel que el partido debe jugar respecto al resto de la sociedad y ante sus propios militantes. Seguramente, si ha habido un partido, en todos los años de nuestra democracia, en el que el poder del aparato ha sido impermeable a la participación de los ciudadanos, pero, sobre todo, a la de sus propios afiliados, ha sido el PSOE.

En cuanto al PP, no es tampoco un dechado de democracia. El conflicto interno vivido en la preparación del reciente Congreso de Valencia, y su desenlace final, no es precisamente el mejor ejemplo para resolver los problemas de liderazgo en una sociedad avanzada.

Este exordio no tiene otro sentido que poder constatar que estos partidos – salvo importantes y traumáticas transformaciones internas – no parecen estar en condiciones de abordar las necesarias reformas que reclama nuestro país. Nuestros partidos no son ajenos al deterioro que ha sufrido nuestra democracia desde la aprobación de la Constitución en 1978. Siendo, los partidos, constitutivamente la columna vertebral de cualquier régimen democrático, en nuestra sociedad no han sabido jugar el papel equilibrador que se les demandaba, y su función se ha concentrado en seleccionar élites gobernantes y promocionar cargos públicos, más que de ser auténticos representantes de los ciudadanos. Su obsesión por hacerse con el control de todas las instituciones sociales (públicas y privadas), y su aspiración – cuando gobiernan – de confundir el Partido con el Estado, les hace responsables en alto grado de la mayor parte de los problemas que hoy padece la democracia española.

Por primera vez en muchos años nuestra sociedad está abierta al surgimiento de partidos emergentes. Así se explica el éxito de Unión, Progreso y Democracia (UPyD). Quienes nos embarcamos desde el primer momento en este proyecto nunca lo hubiéramos hecho si nuestra democracia, lejos de progresar hacia la estabilización y la excelencia, no hubiera caminado hacia su desfiguración; y si los partidos que la conforman no se hubieran convertido en sucedáneos de iglesias cerradas que tratan de ocupar antropofágicamente todos los espacios de la sociedad civil, que han terminado por hacer del Parlamento una lonja donde ponerse de acuerdo en los despachos sobre el valor y precio que conllevan las relaciones de poder y su reparto, y no el lugar donde debatir sin ventajismos los problemas que preocupan a los ciudadanos.

Un partido como UPyD tiene ante sí, y ante los ciudadanos, una responsabilidad enorme. Tratar de llevar adelante un proyecto de regeneración democrática – precisamente en el clima de oligarquización que los partidos dominantes han creado a su favor – es una tarea ciclópea. Supone abordar reformas que abarcan desde la ley electoral hasta la educación, pasando por la independencia de la Justicia (más sometida que nunca, después del reciente pacto PP-PSOE), el modelo territorial, y, omnicomprensivamente, la propia Constitución. Todo ello hace obligado estar presente, con suficiente peso específico, en las instituciones y, desde allí, alcanzar la autoridad necesaria para impulsar pactos de estado e influir en la transformación de nuestra realidad. Esto no se consigue con el meritorio voluntarismo de tantas ONGs; exige, además de recursos humanos y materiales, la existencia de un vehículo apropiado, es decir, de un partido político. Pero, qué partido? O, para ser más exactos, qué modelo de partido queremos y necesitamos?

Sabemos que hacer en España un partido plenamente democrático es muy difícil, máxime en una sociedad con un evidente déficit de cultura democrática, y presa de la apatía participativa que los propios partidos hegemónicos le han infundido. Pero también juega a nuestro favor el ser conscientes de que no queremos repetir los errores que estamos denunciando en otros, principalmente porque no es posible alcanzar los fines políticos que perseguimos con estructuras que han demostrado tener éxito para crear y perpetuar nomenclaturas políticas, pero no para servir a los intereses de los ciudadanos.

Los medios y los fines son inseparables. No es posible lograr metas pretendidamente transformadoras con estructuras burocráticas y autoritarias, que sólo pueden albergar militantes oportunistas, sumisos al poder dominante del momento, y cuadros políticos predispuestos a realizar una práctica política manipuladora, cuya lógica – que no es otra que la de servir a su propio interés personal – va por un lado, y la de la sociedad va por otro.

Un partido de nuevo tipo, alternativo a las agotadas formaciones políticas conocidas, tiene que elevar el listón ético de la democracia y entender que ésta no es sólo un sistema para elegir gobernantes, sino una forma de vida y de convivencia, que todavía está lejos de hallarse entre nosotros. Tiene que quedar claro que quienes nos hemos comprometido en un proyecto como UPyD para cambiar una situación como la que nos hemos encontrado, nos hemos empeñado en una tarea en la que la política es inaceptable sin la ética. Y, si no fuera así, este partido no tendría sentido, porque sin ese impulso no cambiaríamos la política, ni la sociedad, ni nada.

Todo esto quiere decir que un partido tiene que estar abierto a recibir en su seno a personas de distintas sensibilidades políticas – aunque unidas por unos objetivos comunes – y también de variadas capacidades profesionales, pero estar alerta respecto a otras que pretendan convertir su actividad política en una profesión para toda la vida. Un partido con esta clase de “profesionales” suplantará el papel histórico – de mediador y vehículo de los intereses generales – que la sociedad otorga a los partidos, para convertir a estos en puras máquinas electorales, sin otra finalidad que alcanzar el poder y mantenerse en él a cualquier precio.

Actuar en otra dirección exige a un partido regenerador de la democracia esforzarse en crear una nueva cultura política, ejemplarizándola en su propio seno, y difundiéndola en la sociedad con todos los medios a su alcance. Es un trabajo de muchos años, y reclama la apertura de una vía que vincule la política con la cultura, con la cultura en general.

En los partidos, como en la sociedad, existen dirigentes y dirigidos. Esta jerarquización se acepta con naturalidad cuando los unos son fruto de la legitimidad democrática y los otros disponen de los cauces de participación adecuados, y las funciones de responsabilidad y de subordinación se suceden de forma alternativa y reglada. Estamos hablando de formas propias de una democracia abierta que, hasta ahora, no han sido las propias de nuestro Estado de Partidos.

Es claro que cuando hablamos de democracia – en la sociedad y en los partidos – no estamos hablando de democracia directa ni de toma de decisiones asamblearias, sino de democracia representativa, o sea, elecciones primarias, voto directo y secreto, listas abiertas, y consecuente legitimación para el ejercicio temporal de los cargos electos. Lo contrario es, con todo el maquillaje “democrático” que se quiera, entronizar algún tipo de poder burocrático, que para sostenerse y justificarse ante si mismo y ante los ciudadanos, sólo puede fundamentarse en la sutil utilización (y a veces ni eso) del principio de autoridad y en el culto a la personalidad de los líderes.

Un partido que apueste por la democracia interna sin tapujos, no permitirá que sus militantes tengan menos derechos que los que la Constitución otorga a cualquier ciudadano; ni tampoco la incoación de expedientes de expulsión a quienes no incurran en presuntos delitos que puedan estar tipificados en el Código Penal.

En las actuales estructuras partidarias ha calado la opinión de que practicar la democracia supone riesgos, por eso las elecciones primarias en España no han pasado de la fase de estado embrionario. En realidad, los riesgos sólo los corren quienes dirigen los partidos y están obsesionados por controlarlo todo, y convencidos que solamente ellos saben lo que les conviene a los demás.

Pero en España, si queremos regenerar la sociedad, tendremos que empezar por regenerar nuestros partidos y fortalecer su imagen y credibilidad ante los ciudadanos; y eso sólo será posible con más democracia interna, aceptación de la discrepancia, más debate – todo lo ordenado que se quiera - y menos modelos de control. Este es el reto que tenemos por delante quienes no nos resignamos a vivir en una sociedad desarrollada con un régimen democrático de tan baja calidad como el que ha devenido en la España del presente.

* Miembro del Consejo Político y Coordinador Provincial UPyD en Málaga
 

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