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OPINIÓN - SÁBADO, 8 DE NOVIEMBRE DE 2008

 
OPINIÓN

‘El solitario impulso del placer’ *

Por Rober Gómez


EN uno de esos trabajos “al límite” en el que tu intérprete se da la vuelta y se niega a seguir. Así que intentas preguntar a su compañero si te acompaña y también te da la negativa por respuesta. Después sugieres el plan a tres periodistas del lugar, cada uno de los cuales rechaza consecutivamente tu oferta con varios grados de educación que van del “no, gracias” a una risa seca y un movimiento de cabeza. Entonces te cuestionas a ti mismo, reconociendo que una gran parte de ti tiene miedo y no quiere ir a ningún sitio y, por supuesto, no sin intérprete. Pero una mezcla de orgullo y curiosidad te hace seguir adelante a pesar de todo hasta adoptar una actitud en la que haces lo que Winston Churchill describió como “joderse y aguantarse”. No es lo que te enseñan en las escuelas de periodismo. Pero es orgullo y a maldita tozudez a lo que a menudo se reduce todo.

Además, el conflicto es la frontera más remota de la lógica al revés. Si quieres nadar en su río tienes que armarte de fe. Si deambulas esperando que todo tenga sentido y se alivien tus temores, puedes quedarte en casa. Más sencillo, el trabajo de un reportero de guerra es caminar hasta la habitación oscura del final del pasillo y entrar. De otra forma, ¿cómo conseguirás saber lo que hay dentro?

Sin embargo, admito que en teoría el plan era un podo demente. Una nueva guerrilla del Ejército de Liberación Nacional Albanés (NLA) se había apoderado de una pequeña franja de territorio que va de la frontera madeconikosovar hasta la ciudad madedonia de Tetovo. Como cualquier nuevo grupo insurgente eran recelosos y estaban muy nerviosos, una actitud agudizada por una condena mundial que les había tachado de terroristas. Para llegar hasta ellos desde Kosovo tenía que infiltrarme a través de las fuerzas alemanas de la OTAN que intentaban sellar la frontera, cruzar la cima nevada del monte Shara, de 2.500 metros, y aparecer detrás de las posiciones de la guerrilla, con la esperanza de que me dieran, al menos, una bienvenida neutral antes de escoltarme hasta el frente, donde estaba la acción.

En la práctica, tomando como baremo algunos de los trabajos realizados tanto por mí como por otros, el plan era factible. Reconocía que había la menos un 80 por ciento de posibilidades de que funcionara sin grandes contratiempos. En cualquier caso, las probabilidades siempre son relativas y dependen de la percepción. Es tan sólo cuestión del lado que escoges para mirar. Si juegas a la lotería, unes el optimismo a las oportunidades matemáticas. Así que un escenario en guerra tan sólo inviertes el modo de verlo y ¡abracadabra!: el 80 por ciento te da una libertad de acción muy grande para arreglártelas con tu miedo.

No tenía contacto con el NLA y en cambio había ideado esta ruta, que daba la casualidad de ser una de sus vías de abastecimiento, mirando un maña y percatándome de que entre los cortados y las gargantas que se extienden a lo largo de la frontera había sólo un lugar por el que se podía cruzar: el monte Share. Después, me pasé un par de días ganduleando en el bosque con un par de prismáticos con la intención de averiguar dónde estaban los puestos de observación alemanes, a qué intervalos se movían sus patrullas y qué camino utilizaba el NLA para sacar heridos y meter municiones.

Sin embargo, la falta de un intérprete planteaba un problema real. Tienes que explicar muy rápido quién eres y adónde vas a los alterados insurgentes. Finalmente, conseguí que la chica que concía tendiera una dulce trampa en un club nocturno de Prístina. Rastreó el bar en busca de un joven kosovar que hablara inglés, después tonteó con él antes de sacar el tema de la insurgencia albanesa en Macedonia. Por supuesto, en unos minutos, al pobre imbécil se le deshacía la boca en declaraciones de apoyo eterno a “la causa”. La chica le pidió que probara su coraje cruzando la frontera conmigo. Y así fue como conseguí a mi intérprete. Se llamaba “Timmy”. Pobre chico. Un buen timo, no obstante.

Aunque llevaba muerto casi un año, Miguel estaba muy presente en mis pensamientos durante este período de planificación en Kosovo. Los reporteros de guerra, o lo que sea que seamos, somos un club exclusivo. No hay lista de socios pero de alguna manera se sabe si estás dentro o no. La mayoría de los miembros llegan individualmente después de algún largo camino personal. En ocasiones, llegan en grupos de dos o de tres vinculados gracias a un lugar o un momento determinado. Ese era mi vínculo con Miguel. Ambos fuimos del “Curso de Bosnia del 93”, si quieres llamarlo así. Y si no, jódete. Fuimos sólo nosotros dos, que yo sepa, quienes dejamos lo que estábamos, o no estábamos, haciendo en nuestras vidas, allá en casa, y nos lanzamos a la carretera en solitario hacia Bosnia ese año a probar suerte, engancharte con los otros y lograr seguir el curso. Pero aunque había oído hablar de él antes, rumores de un joven español que vivían en Mostar, nunca nos encontramos hasta principios del 94.

Yo estaba sentado fuera del porche de una casa croata en la, en es época, Bosnia Central bebiendo whisky con un oficial británico lleno de cicatrices en la cara, un ex marine de Zimbabue. Hablábamos de la película de Clint Eastwood Infierno de cobardes. Miguel apareció de entre la noche en una moto con una linterna maglite enganchada entre sus dientes como única iluminación para la carretera que tenía delante y en busca de la chica de la que creía estar enamorado. Yo había seguido la pista del rugido de la máquina pero no lo relacioné, aunque lo intenté, con el acercamiento de ese diminuto halo de luz a través de las tinieblas de la noche y me quedé sin palabras, más allá del “qué coño...”, cuando se detuvo junto a mí y desmontó ese tipo larguirucho con esa nariz. Miré al británico de la cara marcada para captar el momento: “Ahí va un tipo diferente”, refunfuñó. Bastante borrachos y llenos de historias de guerra, aquel soldado rodesio y yo puede que no hubiéramos llevado demasiado bien la aparición de ningún español. Sin embargo, con una entrada como esa que más podíamos hacer sino mirar bien al “motero” y escuchar su historia, darle un lugar para dormir.

Ese fue el comienzo de una amistad. Como yo digo, el curso del 93 sólo tenía dos graduados. Él era todo coca-cola, café y Dios mientras que yo era nihilismo, narcóticos y Radiohead, pero fuera como fuese, estábamos muy unidos. Y durante los siete años siguientes, a veces juntos, más a menudo separados, trabajamos en una gran variedad de ambientes que incluyeron Chechenia y Sierra Leona así como Bosnia y Kosovo. Desde que le mataron, bueno, está conmigo tanto como siempre que me ponía en carretera: una especie de comité de asesoramiento espiritual sobre mis planes y decisiones. Y pese a todos mis temores sobre lo factible de cruzar la frontera hasta Macedonia para reunirme con el NLA, estaba seguro de que Miguel lo hubiera hecho. De hecho, y aunque no lo sabía cuando Timmy y yo subíamos a duras penas y a pie la montaña, con el pesado teléfono satélite y el portátil cargado a la espalda, él estaba ya al otro lado, esperándome.

La capa de nieve sobre el Share tenía dos kilómetros de largo y en algunos lugares montones de escondidos envolvían nuestras piernas hasta el muslo. Al margen del arduo elemento físico del viaje y del sonido de morteros y de fuego pesado delante de nosotros, no vimos ni un alma hasta que, empapados en sudor y exhaustos, descendimos hasta el primer pueblo de Macedonia en poder del NLA. No nos recibieron exactamente con una alfombra roja ni con la banda municipal pero tampoco fueron abiertamente hostiles. Nos dieron comida y un lugar para pasar la noche mientras decidían qué hacer con nosotros.

A la mañana siguiente, con su permiso, nos trasladamos hacia el sur hasta el cuartel general rebelde en Vejce, un pueblo que está justo debajo de Tetovo. En una habitación en penumbra y llena de humo un comandante del NLA explicaba los propósitos de la guerra en un monólogo bastante acartonado que incluía las habituales medias verdades y rotundas mentiras. En la habitación, con él, estaban un par de guerrilleros. Uno me era vagamente y nos miramos mutuamente durante algún tiempo creando esa típica situación incómoda de reconocimiento parcial antes de comenzar a hablar y descubrir que nos habíamos visto antes, dos años antes, en el norte de Albania durante los bombardeos de la OTAN.

Entonces me dijo algo que nunca olvidaré. El pelo se me erizó al mirar a mi alrededor para ver si había alguien más de quien no me había percatado en la penumbra. Sí que lo había. No podía verle.

“Conocí un periodista una vez –dijo el guerrillero–. Se llamaba Miguel. Cruzó de Albania a Kosovo con nosotros en 1999. Era un buen hombre. Sé que ahora está muerto.”

Dos días después crucé el monte de regreso a Kosovo con una recua de mulas y cuatro guerrilleros. Había una ventisca en la cumbre del Share y nos llevó ocho horas atravesarlo, forcejeando entre el vieno y la nieve con los animales que se escurrían, se quedaban atascados e iban perdiendo su carga. Durante los dos días anteriores, la situación se había vuelto bastante peligrosa. Vejce fue bombardeado intensamente, la casa donde paraba fue alcanzada y un vecino murió. Pero mientras bajaba la montaña, ya de vuelta hacia la seguidad, me di cuenta de que últimamente no había aprendido mucho del NLA o de su insurgencia. En este caso en particular, el miedo, el cansancio y el peligro no estaban justificados por la iluminación de conocimiento real. Pero eso no es lo que importa. Lo tienes que hacer de todas formas, averiguar lo que Yeats llamó “el solitario impulso del placer”.

Y sobre todo, llevo conmigo el recuerdo de las palabras del guerrillero. Más que un eco de tiempos pasados, aquellas pocas frases fueron una proyección del mañana y un homenaje a un observador querido mejor que cualquier recuerdo doloroso de tiempos pasados. En cierto sentido, aquellas pocas frases me hicieron flipar. Quiero decir, intentas esquivar los puestos de observación de la OTAN, arrastras el culo por 2.500 metros de roca, cruzas la frontera ilegalmente con tanta nieve que los animales se quedan atrapados alrededor tuyo, después te enganchas a un pelotón malhumorado de guerrilleros considerados “terroristas” por el mundo occidental para encontrar que tu compañero muerto, asesinado en África occidental casi un año antes, está ya allí antes que tú, e intentas mantener la calma. Sin embargo, pensándolo mejor, el trabajo mereció la pena sólo por oír esas palabras. Curso del 93: la amistad va más allá de las fronteras de esta tierra.

* Artículo de Anthony Loyd, enviado especial de The Times, tomado del libro Los ojos de la guerra, en el que 70 compañeros de profesión de Miguel Gil le rinden homenaje.
 

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