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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 3 DE DICIEMBRE DE 2008

 

OPINIÓN / EL OASIS

Mi amigo
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Solía decir que el vino era el mejor antídoto contra la tristeza. Y a fe que mi amigo practicaba esa creencia. Pero él se podía permitir el lujo de ahogar sus penas en alcohol porque tenía buen vino. Y tales estímulos generaban en su círculo un ambiente estupendo y distendido.

Cada día, salvo que alguna dolencia se lo impidiera, mi amigo llegaba puntual a su cita en el hotel. Donde él, gracias a su labia y a un saber estar consagrado, concitaba a su alrededor a personas que necesitaban la tertulia para hablar de todo y conocer de pe a pa cuanto se cocía en la ciudad. La cual, si bien iba a menos en lo tocante al negocio de los bazares, ya dejaba entrever un amanecer de modernismo imparable.

Había contertulios, pocos pero los había, que hablaban mal de mi amigo, en cuanto éste se daba la vuelta, y tachaban de insincera su locuacidad. Eran los mismos que cuando se veían metidos en algún apuro, de cualquier índole, acudían a él para pedirle consejo y ayuda.

Es verdad que mi amigo hablaba de lo que se encartara y de manera prolija, pero se cuidaba muy bien de no caer en la pedantería. Además gustaba de preguntar sobre lo que desconocía, con una habilidad pasmosa, y cuando cogía el hilo del asunto no lo soltaba hasta empaparse de cuanto le pudiera contar su interlocutor.

En realidad, mi amigo era un gran conversador; un hombre de barra que necesitaba del calor de los demás para protegerse del frío que le proporcionaban las ilusiones que se le habían ido rompiendo durante años. Era también, sin duda, un tipo generoso que siempre estuvo presto a solucionar problemas de quienes acudían a él demandando solución.

Daba gusto oírle, en días donde le brillaban los ojos de satisfacción, debido a la alegría que le hubiera producido cualquier detalle, contar anécdotas referentes a una Ceuta que conocía a la perfección y por la que sentía verdadera devoción. La misma que no le impedía reconocer a veces, ante la mirada desaprobadora y de enemistad de algunos empresarios y autoridades, que había una clase de ceutíes que nunca cesaban de mirarse el ombligo. Y exponía las causas por las que esta ciudad no acababa de despegar nunca.

Cuando el temporal azota el Estrecho y los barcos dejan de navegar, es cuando suelo acordarme más de mi amigo. Eran otros tiempos y mucha gente se quedaba atrapada en Ceuta y algunas personas podían permitirse el lujo de hospedarse mientras tanto en el Hotel La Muralla.

Cuando ello ocurría, raro era que esas personas no acabaran frecuentando el famoso ‘Rincón del Muralla’. Y allí estaba siempre, como vigía de la buena educación y atención a los forasteros, Eduardo Hernández Lobillo. Tenía el don de atraer las miradas de los visitantes y conectaba con ellos en un santiamén. De modo que cuando los demás contertulios íbamos sumándonos a la reunión, él ya estaba en disposición de presentarnos a quienes hablaban ya de Eduardo como si fuera un conocido de toda la vida.

Ahora que está tan de moda la exaltación de algunos muertos como si hubieran inventado la penicilina, no está de más que yo recuerde a mi amigo. ¿Pasa algo?...
 

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