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OPINIÓN - MARTES, 23 DE DICIEMBRE DE 2008

 

OPINIÓN / MIS COSAS

Mis cosas
 


ADE
ade
@elpueblodeceuta.com
 

Si hay algo que no me gusta hacer son los obituarios. No lo puedo remediar. Es algo muy superior a mis fuerzas. Por la sencilla razón que los obituarios no son más que rendir un póstumo homenaje a aquel o aquellos que, desgraciadamente, ya no están con nosotros. Una perdida irreparable de la que cuesta todo un mundo sobreponerse al dolor que esa perdida conlleva, a todos aquellos que para los que se fueron tuvimos el sentimiento del cariño o del amor fraternal.

Al iniciarlos te entra el temor de no estar acertado, sobre todo, en esos adjetivos calificativos que tienes que emplear, y que te pueden hacer caer en un error, pues el corazón, en todos estos casos, se impone al cerebro. Un cerebro cerrado a cal y canto, que no te deja pensar ni un solo momento, para encontrar la frase adecuada, sin caer en la ridiculez.

El pasado día trece falleció, en Málaga, mi cuñado Antonio Llevot del Canto, lo que ha supuesto una gran perdida para toda su familia entre los que me encuentro y que ha hecho romperse, dentro de mí, en cristalitos de mil colores eso que llamamos alma, llenándola de un dolor difícil de volver a recomponer esos miles de cristalitos en un sólo.

Los dos nacimos en El Callejón del Lobo, ese pedacito de terreno que, cada uno de nosotros, lleva grabado a fuego en nuestros corazones. Porque nacer en mi adorado callejón es algo que no está al alcance de cualquiera. Como tampoco está al alcance el jugar sobre sus adoquines, un encuentro de fútbol con una pelota hecha con una media vieja rellena de papeles. Ni que desde ese momento en que empezamos a corretear por nuestra calle, los amigos nos llamasen cuñados, aún cuando eso no sería hasta años después. Los tíos se habían adelantado en el tiempo.

Actuaron como adivinos cuando todos éramos más jóvenes, más inocentes, más felices y, desde luego, mucho más generosos, con esa ingenuidad juvenil que al cumplir años, con el paso del tiempo, se va ensuciando.

Cada uno, de nosotros, de los que componíamos la “pandilla”, marcó su camino y cual timonel lo guió hacia el destino al que quería llegar sin variar, ni un solo momento, de rumbo a pesar de que quizás no era el rumbo que se debiera haber elegido.

Tú elegiste el mundo de la soledad. Como ese marinero que se lanza por los confines de la tierra, buscando algo que ni él mismo sabe lo que quiere buscar. Es, eso que busca, como el mapa de un tesoro escondido que nunca encontrarás.

Seguro estoy que de haber encontrado el tesoro, lo habrías repartido con todos aquellos a los que querías, porque tu bondad estaba muy por encima de otra cualquier cualidad. Eras un hombre desprendido, que entregabas cuanto tenías sin importarte, ni poco ni mucho, que te pudieses quedar sin nada para ti.

En ese buscar y navegar tu embarcación, con la que buscabas tu destino, el pasado día trece, puso proa hacia el cielo, que es el lugar a donde van los hombres buenos.

Desde el puente de mando, mientras oteas el horizonte del cielo buscando a mi hermano, ruega por los que nos quedamos aquí.
 

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