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OPINIÓN - SÁBADO, 17 DE ENERO DE 2009

 
OPINIÓN / COLABORACIÓN

El divoarcio de los hijos

Por Vicente Carrión Arreegui*


No sé si para educar a un niño hace falta toda la tribu, como dice el proverbio africano, pero no dudo de que los mensajes coincidentes entre escuela y familia y, dentro de ésta, la complementariedad de la presencia paterna y materna, son determinantes para que el niño crezca seguro, alegre y cabal. Curiosamente, conforme más acentúan los expertos la importancia de los vínculos parentales en la primera infancia, más insistimos en la escolarización de los neonatos y en el apoyo económico a las madres trabajadoras, como si fuera insensato y retrógrado fomentar una mayor presencia paterna y materna en el hogar. Nos gustan mucho los niños, sí, pero preferimos vivir a toda prisa, delegando aquí o allá nuestras responsabilidades educativas hacia ellos.

Es difícil y canso, cierto es. Frente al guirigay doméstico, a veces el centro de trabajo es un remanso de paz, pura vacación. Los niños crecen desafiando los límites que se les marcan y estamos viviendo tiempos de gran confusión al respecto: con muy buena intención, en muchos casos, confundimos el afecto con la permisividad y vamos comprobando qué estropicios se producen en el ámbito alimentario, en el de las pantallitas tecnológicas, en los hábitos de consumo, estudio, higiene, orden y relaciones interpersonales. Aunque es difícil contener el narcisismo ambiental de una época en la que los niños se creen merecerlo todo por derecho propio, cuando hay un padre y una madre que actúan al alimón, intercambiando los roles de bueno y malo, cómplices y unánimes en las cuestiones principales, aumentan enormemente las posibilidades de que hijos y padres disfruten de su relación entre bronca y bronca, entre juerga y juerga.

Ciertamente, hay muchos casos en que las referencias parentales tradicionales no existen por múltiples motivos y la naturaleza es suficientemente sabia como para posibilitar que todo pueda ir bien aunque falten progenitores biológicos o ejerzan de tales los que no lo son, siempre y cuando haya afecto y atención suficiente. Falte quien falte, todo puede funcionar mientras no se fuerce a la criatura a elegir antes de tiempo entre afectos imprescindibles, mientras la división de los progenitores no propicie que el niño se convierta en un experto e indefenso chantajista emocional. Es a estas situaciones a las que quiero referirme como divorcio de los hijos: a las maneras en que la separación de los padres puede seguir multiplicando sus perjuicios en la vida de los hijos.

No pretendo afirmar que el divorcio sea perjudicial por sí mismo. Creo que la hipocresía, el resentimiento o el fracaso conyugal de una familia aparentemente unida pero rota por dentro puede ser tan o más dañino que la separación. Lo que considero muy perjudicial en los divorcios con hijos es que éstos se conviertan en el campo de batalla en el que sus padres desangran rencores, orgullos, revanchas emocionales y otras porquerías. Dicen algunos sociólogos que los divorcios aumentan igual que nuestra costumbre de no reparar los aparatos que se nos estropean; cambiamos de pareja como de móvil, coche o lavadora, desestimando la posibilidad de recomponer nuestras relaciones, como si pudiéramos evitar la presencia de nuestro ‘ex’ en nuestros hijos. Si quienes toman la decisión de divorciarse fueran un poco más conscientes de que su relación va a continuar de por vida a través de los hijos comunes, tal vez considerarían con más frialdad cuáles son, a la larga, los escenarios de convivencia y relación preferibles para todos, más allá de la inmediata inercia española de atribuir casi automáticamente la guarda y custodia de los niños a la madre.

La situación tiende a ser endemoniada; normalmente, cuando el divorcio es reciente y los niños son pequeños, los ex cónyuges tienen frescas sus heridas emocionales y se hace deseable una distancia entre ellos que puede resultar muy dolorosa para los hijos. Al pasar de los años, asentada la distancia emocional de los divorciados, los hijos adolescentes pueden chantajear su afecto filial para esquivar los conflictos con uno y con otro y valerse de la incomunicación de sus padres para desarrollar todo tipo de artes (mentiras, ocultaciones, irresponsabilidades, duplicaciones, etcétera) nacidas de la dejadez adulta. Tengan la edad que tengan, cuando es uno de los progenitores quien tiene la guarda y custodia, todo lo que sale mal puede ser responsabilidad del otro. Desde las carencias económicas hasta los hábitos de colaboración doméstica, el rendimiento escolar o los horarios del fin de semana, todo puede ser enfocado como un desistimiento de quien no tiene la custodia -¿para unas horas que está con sus hijos, les consiente todo!- o como una impericia de quien la tiene.

Cuando el padre o la madre no existen, el niño no tiene otra que aceptar lo que hay; pero cuando el padre o la madre están cerca, como posible opción de recambio o incluso encantados de que las cosas vayan mal, alimentando comentarios hirientes hacia la figura del otro u ofreciendo a las criaturas la opción de irse con él o ella cuando hay conflicto, el daño en la personalidad de los hijos puede ser muy grande y manifestarse, antes o después, en comportamientos de alto riesgo psicológico o social. Los estragos que haya podido producir la separación en los niños pueden incitar a los adultos a actuar con una complacencia y unilateralidad que, lejos de paliar las dificultades, puede intensificarlas al fomentar el victimismo y el ventajismo con el que algunos hijos intentarán sobreponerse a la conflictividad entre sus padres.

Más allá del debate sobre la entidad clínica que tenga el llamado Síndrome de Alienación Parental (SAP), no me caben dudas de que las corrientes afectivas internas de la familia divorciada crean situaciones muy delicadas, tanto en los adultos como en los hijos, casi siempre referidas al siniestro ‘cuanto peor, mejor’. La inmadurez emocional de los adultos es cosa nuestra pero la obligación de tutelar el bienestar de nuestros hijos ha de ponerse en primer plano, por difícil que pueda resultar.

Supongo que a este conjunto de problemas se refiere la iniciativa de la Generalitat catalana para modificar el Código de Familia en lo que se refiere a promover la custodia compartida. Que los jueces de familia hayan de considerar «la actitud de cada uno de los progenitores para cooperar con el otro para asegurar la máxima estabilidad de los hijos» o el llamado ‘plan de parentalidad’ que obligue a los padres a definir la convivencia con los hijos tras la separación, parecen ser medidas proclives a evitar que a los daños de la propia separación se sumen los perjuicios que puedan padecer los hijos cuando quedan a merced de los ‘malos rollos’ de sus padres.

Ahora bien, en la citada propuesta catalana, de cuya acertada inspiración no dudo, se establece que los jueces atribuyan la custodia compartida de manera ‘preferente’ cuando no haya acuerdo en las condiciones de separación o divorcio. Ojalá sea un matiz semántico o una incomprensión por mi parte, pero me cuesta imaginar qué tipo de infierno puede ser una custodia compartida a la tremenda, por imperativo legal. Ojalá que la custodia compartida sea, por el contrario, el aliciente que ayuda a la pareja a divorciarse de mutuo acuerdo.

(*) Abogado.
 

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