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                     Un día de agosto, de 1982, recibí 
					una llamada de Manolo Delgado Meco, preparador físico 
					del Athletic de Bilbao y de la selección nacional, a quien 
					conocía desde que era un niño en Alcázar de San Juan: su 
					pueblo de nacimiento. Era para pedirme un favor. Quería que 
					intercediera por Endika; jugador formado en las 
					instalaciones de Lezama y que estaba haciendo muchas 
					guardias en un cuartel de Ceuta, donde cumplía su servicio 
					militar. 
					 
					Lo puse en conocimiento de la directiva, y ésta tardó nada y 
					menos en procurarle un mejor servicio al futbolista 
					recomendado por mí. Tras ese primer paso, Delgado me pidió 
					que lo entrenase, puesto que llevaba mucho tiempo alejado de 
					los terrenos de juego. Y también accedimos. Y así hasta 
					decirnos que, cuando lo creyésemos oportuno, podíamos contar 
					con los servicios de Endika.  
					 
					Endika, más vasco que ningún otro vasco, comenzó a dar 
					problemas en el cuartel y en el campo, pese a que le 
					habíamos alojado en una residencia y recibía un trato 
					extraordinario. Y a mí me tocó hacer de valedor suyo en 
					contra de la opinión generalizada. Un día me dijo 
					textualmente: “Mister, yo no sé cómo usted puede soportar a 
					esta gente de Ceuta...”.  
					 
					Mi respuesta fue la siguiente: esta gente es mi gente, 
					Endika, y no olvide usted que yo, por ser gaditano, me 
					siento ceutí. Y a partir de ese momento, aprovechando además 
					una información militar, nunca más salí en su defensa. Y, 
					por supuesto, en vista de su nulo rendimiento me olvidé de 
					él. Eso sí, el Athletic se aprovechó de que regresó a su 
					casa entrenado y con cierto ritmo.  
					 
					Javier Sakona, vasco o guipuzcoano, no ha venido a 
					Ceuta a cumplir ningún servicio militar obligatorio, como lo 
					hizo Endika. Sino que lo ha hecho para trabajar como 
					periodista. Tal vez porque no encontraba currelo en ningún 
					otro rincón de España. Y su primer empleo fue en este 
					periódico. Y a los pocos días de estar entre nosotros sus 
					comentarios no tenían desperdicios: todo lo que veía en 
					Ceuta era trasnochado. Propio de una ciudad muy atrasada por 
					culpa de unos habitantes sometidos a los políticos que 
					gobernaban en el Ayuntamiento.  
					 
					Como yo suelo hablar con todo el mundo, y mucho más con los 
					recién llegados, conversaba con Sakona y le oía y le olía e 
					iba sacando conclusiones de quien había llegado dispuesto a 
					imponer sus costumbres y sus creencias en una Ceuta a la que 
					consideraba el culo del mundo. Y un día, harto ya de 
					soportarle y de olerle, decidí cantarle las cuarenta. Más 
					bien porque no entendía como ningún ceutí de nacimiento, le 
					paraba los pies a un individuo que largaba como si en su 
					tierra hubiera desempeñado el cargo de director del 
					periódico de más tirada o de la mejor televisión. Y, encima, 
					con la mayor aversión por esta tierra.  
					 
					Sakona se colocó en otro periódico. Y, poco después, lo vi 
					en la televisión pública (la del pesebre, según decía él, 
					antes de poner la jeta delante de las cámaras) haciendo 
					alardes de gracioso con chapela y pelos en el pecho. O sea, 
					mamando de la ubre municipal. Ahora, posiblemente porque se 
					le habrá acabado el chollo, no ha dudado en expresarse así: 
					“Sólo faltaban las corridas de toros para perfeccionar la 
					Ceuta berlanguiana de vicarios, comandantes y alcaldes bajo 
					palio”. Espero que le obliguen a lavarse la boca. Y si 
					vomita, no faltará quien le recuerde lo que nosotros 
					llevamos vomitado con la sangre derramada en el País Vasco: 
					su país. 
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