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cultura - VIERNES, 10 DE ABRIL DE 2009


reproduccion de la novela. archivo.

LA VERSIÓN ARGENTINA NOVELADA DE LA VIDA DE LA CEUTÍ ÁFRICA DE LAS HERAS
 

La muñeca rusa

Después de Javier Juárez y Raúl Vallarino la escritora argentina Alicia Dujovne* también ha elegido a la ceutí África de las Heras como eje de su última libro, publicado por Alfaguara
 

CEUTA
Redacción

ceuta
@elpueblodeceuta.com

Tres caballerazos uruguayos hablan en una plaza de Montevideo. El primero tiene la nariz de una extremada finura que viene de husmear la realidad con sutileza; el segundo entuba los labios en el esfuerzo por destrabar la F de un nombre, que se le tranca de a ratos, mientras, afrancesado, imprime a sus palabras las agudas tonalidades que se requieren para enunciar un alegato lógico; y el tercero sonríe con los ojos celestes, como si se hubiera pasado la vida entera descalzo en una playa. Son tres señores de cierta edad, bien trajeados, bien vividos, bien leídos, amigables, ahora perplejos. Corre el año 1994, ellos llevan hablando varias horas y saben que lo seguirán haciendo hasta el final.

Acaban de conocer la noticia que les parte la vida en dos. No es que el rayo de la revelación los hiera en lo más hondo: no son los protagonistas, son los testigos. Pero acaso la condición de testigo les aumente el desvelo, y la responsabilidad. Si fueran los protagonistas, sufrirían; siendo depositarios de lo inimaginable, deben reflexionar con atención.

Han sido actores de reparto en un espectáculo tramado desde lejos. La amiga española no fue lo que pensaron. Ya se habían perdido en conjeturas, al verla desaparecer sin dejar huellas, años atrás. Alguno de ellos hasta había intentado seguirle el rastro, sin resultado, es claro. Nada similar a esto que les explota ante los ojos. Casi sería más sencillo sentirse traicionados, pero no pueden. Si se los apurase confesarían que, en el fondo, la burla de la que han sido objeto les causa gracia. El haberse enterado no disminuye su cariño, ni —el de nariz sutil se empeña en recalcarlo— su franca admiración.

Los tres coinciden en un punto: una cavilación interminable los espera. En adelante, su trabajo consistirá en reconstruir la historia con los elementos de que disponen, que no son muchos. Y en contestar al interrogante que sí les duele: aunque ya sepan que el amor ha sido una máscara, ¿algo de cierto ha habido en la amistad que ella les tuvo?

África ensaya en Moscú

Se miraba al espejo sonriéndole a su tez aceitunada, a sus ojos morunos, a su perfil aplastado como testuz de vaca, que culminaba en unos rulos negros un poco ásperos y se escurría por debajo en un atisbo de doble mentón. Articulaba despacio para grabarse el libreto en la cabeza. Recitaba. Hablaba para el espejo, y para un interlocutor imaginario al que, de vez en cuando, le dedicaba un súbito quiebre de cadera y de voz, como si la intención de seducirlo viniese unida a cierta oblicuidad.

Era un discurso de presentación. No bien lo pronunciara de verdad, ante su real destinatario, cambiaría de vida, de oficio, de país. ¿Su nombre? María Luisa. ¿Sus datos principales? Modista, viuda, nacida en Ceuta, refugiada republicana de la Guerra Civil, domiciliada en Passy, un elegante barrio parisiense donde diseñaba modelos exclusivos para su distinguida clientela.

¿Sus sueños? Visitar Montevideo, ornada, en su cabeza, con el mar y las palmeras de la Marruecos natal. Y para terminar, ¿qué impresión le producían los cuentos de Felisberto (que así se llamaba el ilusorio del espejo)? La respuesta a esta pregunta iba unida a otro susurro y a otro caderazo más pronunciado. Le gustaban los cuentos, sí. Para mayor precisión, lo que le había gustado era ese único cuento, “El caballo perdido”, caído por azar entre sus manos; pero no pretendía comprenderlo a conciencia, porque ni era escritora, ni entendía de letras.

La frase sobre sus aptitudes literarias le costó una discusión con el jefe. No a cara descubierta, sino por interpósita persona: los emisarios cariacontecidos de ese otro invisible al que la recitante apodaba con nombre de corrida, Olé. No es que fuera incapaz de pronunciar Oleg, pero lo pretextaba; una pequeña venganza por no habérsele permitido verlo de frente, desde su arribo a Moscú.

Al revisar la carpeta que le acababan de entregar los emisarios, siempre con ese empaque acartonado como de estar administrando el Santo Sacramento, África (su verdadero nombre, otorgado debidamente en pila bautismal, aunque poco creíble, como si en ella lo verídico sonase a cuento), África había levantado con lentitud la vista de las notas y, gozándose el pescarlos en falta:

—Aquí no me han puesto nada sobre la última mujer del tal Felisberto.

El enlace entre ella y Olé se avioletó de rabia. Demasiado tarde, farfulló. Averiguarlo llevaría su tiempo. Ella sólo tenía cuatro meses para cumplir con su misión. África se mantuvo firme: no conocer detalles sobre la última mujer podría comprometer el resultado. ¿Ellos mismos no le habían enseñado a conquistar a un marido aparentando lo opuesto de la esposa? La carpeta contenía los antecedentes esenciales: “Felisberto Hernández. Nacido en Atahualpa, Montevideo, Uruguay, en 1902. Hijo de Prudencio Hernández González, de origen canario, constructor, y de Juana Hortensia Silva, apodada Calita. Cursó estudios musicales y se gana dificultosamente la vida tocando el piano en cines y bares de provincia. Dos casamientos, el primero con María Isabel Guerra, el segundo con Amalia Nieto, dos divorcios, dos hijas. Ha publicado algunos libros. Como cuentista comienza a darse a conocer. Es anticomunista convencido. Actualmente se encuentra en París con una beca de la Embajada de Francia en Uruguay que le ha sido obtenida por el célebre escritor franco-uruguayo Jules Supervielle. La beca termina en mayo de 1948. Está alojado en el Hotel Rollin, 18 rue de la Sorbonne. Aconsejamos premura”.

Horas después de su reclamo, y siempre con esa cara de velorio que tenían por norma, le aportaron el dato: el escritor se estaba separando de Paulina Medeiros, una poetisa del Partido Comunista uruguayo que escribía poemas fogosos y revolucionarios. A Felisberto las ideas de Paulina no le causaban maldita la gracia. ¿Aspecto de la poetisa? En los últimos tiempos se había ido redondeando bastante. Ahora sí se dio por satisfecha. Si la otra era una literata rolliza y exaltada, ella debería presentarse ante Felisberto como una dama de buen talle, ideas prudentes y cultura mediana. Retrocedió para observarse mejor. Desde el espejo, la andaluza cetrina de formas plenas pero cintura estrecha le dedicó su sonrisa astuta y maternal.

Eso lo conservaba, por suerte: el modo de sonreír se lo dejaron tal cual. Apenas si le mandaron a acentuar esa manera suya de inclinar la cabeza, como si nunca pudiera decir que no. Una mujer de extraña mansedumbre, al menos para quien no captase la ironía. A sus jefes, que la captaban poco, ésa les parecía su mejor cualidad. Por eso le imaginaban misiones que requerían deslizarse de medio lado, dócil y amañándose a todo como si fuese líquida.

La peor discusión con los enviados del jefe no la tuvo por la última amante, sino por la lectura de los cuentos. África pretendía leer cada página borroneada por el tal Felisberto. Quien no se lo permitía era el mismísimo Olé, argumentando que Felisberto podría preguntarse cómo diablos una modista cuarentona oriunda de Ceuta se las habría ingeniado para conocer al dedillo la obra de un rioplatense desconocido. Ella debería argüir un cúmulo de casualidades (el libro había caído en sus manos gracias a la cuñada del hermano de… ya vería ella de quién, al menos la invención quedaba a su cargo), y leer apenas lo que cualquier hijo de vecino de habla hispana que acertara por ese entonces a encontrarse en París, donde, con motivo de su beca y gracias al poeta Jules Supervielle, a Felisberto Hernández le batían el parche. Un cuento como máximo, le mandaba a decir Olé. Se conocía la cantinela de memoria: cuando mencionan frente a ti lo que se ignora que sabes, los ojos te traicionan. Insistió:

—Qué mejor que leérmelo de cabo a rabo para estudiarlo a mis anchas.

Y agregó, sin esperanzas de que al fin le creyesen:

—Mis ojos nunca dicen lo que yo no les dejo.

En efecto, no le creyeron. También Olé se mantuvo en sus trece. Para obtener las señas de Paulina, se había visto obligado a mezclar en el asunto a un topo de Montevideo. Y enterarse de que Paulina era miembro del Partido le cayó mal. Al Partido convenía dejarlo afuera. África no acababa de mandar su recado, cuando recibió la respuesta. En clave. Inútilmente misteriosa. Como si el jefe, después de tanta agua corrida bajo los puentes, aún se regodeara reiterándole enigmas y sermones.

La leyó resoplando. Esto también se lo sabía de memoria: los rusos desconfiaban del “temperamento” español. Vivían llenándose la boca con el dichoso temperamento. En México Ramón seguía preso aguantándose las golpizas sin abrir la boca; pero en Moscú a los españoles los seguían tratando como a críos. “No te engañes —le escribía Olé—. Los ojos españoles nunca se vacían como los nuestros.”

Casi se lo agradeció cuando empezó a rumiar el cuento del uruguayo. Como mascar estopa. Trataba de un caballo que pasaba por el medio del relato sin que nadie supiera ni de dónde salía ni para dónde iba. Pero Olé se lo había marcado con rojo, y África se salteó parrafadas enteras, yendo a lo subrayado. Lo advirtió enseguida: el jefe le había descifrado el cuento de Felisberto, como si decodificara un mensaje.

De todos modos la historia ni valía la pena. Este Felisberto se iba por las ramas. Es cierto que ella gran cosa no podía opinar. Qué tiempo le había quedado para instruirse con lecturas, no conocía más que novelas españolas permitidas en el Sagrado Corazón de Madrid, y novelas soviéticas permitidas en ese otro Sagrado Corazón de Moscú donde oficiaba Olé. Las no permitidas eran, en Madrid, La Hermana San Sulpicio, aquella monja gitana amante de bailar por bulerías, y en Moscú, una de la Alejandra Kolontai, ésa donde la hermosa cuarterona que había sido embajadora en algún sitio sostenía que el amor era un vaso de agua. A las dos las había leído a hurtadillas, porque a las desabridas del primer colegio les disgustaba el zapateo, debido a Cristo, y a los amojosados del segundo, también, debido a Lenin. Lenin había dicho que el amor no era un vaso de agua. Debía de ser por eso que, desde el momento en que se la alzaron de España, le resultó tan espinoso bebérselo a su gusto, el vaso.

En el cuento subrayado como un mensaje aparecía un niño que esperaba a su maestra de piano en un salón de muebles oscuros. Había muchas cosas que me provocaban el deseo de descubrir o violar secretos, le marcaba Olé. Es que ese niño violador no violaba mujeres, cómo habría podido, sino objetos: objetos encubridores, objetos complicados en actos misteriosos.

Más adelante, una señal con lápiz rojo destacaba unos párrafos acerca de… un lápiz rojo. Sólo que el lápiz de Felisberto tenía hocico. Era como un chanchito cuando mama, se prendía vorazmente del blanco del papel, iba dejando las pequeñas huellas firmes y acentuadas de su corta pezuña y movía alegremente su larga cola roja.

—El chanchito que mama debe de ser él —se dijo África riendo sin querer (lo recalcado le sonaba a guiño; a veces le parecía que su incorpóreo mandamás hasta tenía chispa)—. Hay que tener cuidado con este Felisberto, que es como un rorro. Ésos son los peores.

Las próximas frases le confirmaron la intuición: algunas mujeres veían al niño de Celina mientras conversaban con el hombre. Aquellas mujeres lo miraban a él y no a mí. Fue él quien las atrajo y las engañó primero.

África no tenía la fibra maternal. No con los hombres, o no que lo supiera. Recorrió lo que seguía bufando de impaciencia, acalorada y curiosa a la vez: el hombre las había engañado con las artimañas del niño. Eran amores tardíos, como de lejana o legendaria perversidad.

—Perversidad —le comentó al espejo—. Lo que me palpitaba. En buen berenjenal me he metido.

Líneas más lejos, resueltamente destacado por el descifrador, aparecía un personaje nuevo al que el uruguayo trastornado apodaba el socio. No un socio de negocios, alguien a quien darle la mano, sino alguien de su propio interior, que trabajaba a medias con él.

El resto, tapujos y más tapujos. Y siempre a propósito de cañones, nunca de sucesos reales vividos por la gente. Cuando Felisberto, según las marcas de Olé, decía denunciar los secretos, seguía refiriéndose a cosas y no a personas. Cuando agregaba no tenía necesidad de ir a buscar las pruebas: éstas venían escondidas detrás de las sospechas como bultos detrás de un paño, tampoco se trataba de ningún delito con sangre de verdad.

—Denunciar, denunciar —masculló—, qué entraña de soplón. Y todo por un sillón o una ventana que a él se le antojan sospechosos. Éste parece haber nacido para toparse con una espía. Sus interlocutores eran siempre el espejo, unido a alguna segunda o tercera presencia que parecía hallarse a un costado, acaso superpuesta a la fantasmagoría que figuraba ser Felisberto. En todo caso, ella daba muestras de encontrarla habitual. Se dirigía alternativamente a unos y a otros, dicharachera y abundante.

Y si algún inesperado visitante la hubiera observado a sus espaldas sin que ella lo viese, habría advertido que esa mujer se excedía en sus gestos por pura soledad. Lo del socio le anduvo rondando por un rato. Intentó recordar. ¿No había una enfermedad que te partía por el eje, como si fueras dos? Se quedó pensando. El nombre de la dolencia rara se le escapaba de la mente. Sin embargo existía, era una cosa seria, de médicos.

¿Y por casa? ¿A ella misma no le habría pasado nunca, esto de dividirse por el medio para volverse un par? Resolvió que no, por más que sus jefes, a cada instante, le trastrocaran los papeles, la hicieran paracaidista, secretaria y ahora, con Felisberto, mujer fatal. Ella también trabajaba a medias con alguien; pero ese alguien no estaba en sus adentros. El único socio que tenía no era un socio del alma. El único socio que tenía era el servicio de inteligencia de la URSS.

El 13 de diciembre de 1947, una morena guapa se acercó a la tribuna del Pen Club, en París, donde Jules Supervielle acababa de presentar a su protegido, Felisberto Hernández, a quien Roger Caillois había proclamado “el escritor más original de América del Sur”. La morena llevaba un tailleur de hombreras cuadradas, negro, ceñido a la cintura y con sobrefalda

bordeada de piel. El ancho de los hombros, lo ajustado del cinturón y el vuelo de la faldita la volvían reloj de arena. Dos hileras de perlas le iluminaban el semblante verdoso, y el sombrerito cónico y los zapatos de plataforma la hacían alta. Supervielle la miró por el rabillo, aunque encaminando hacia abajo la dirección del ojo. Por su elevada estatura, los observaba a todos como subido a un banco.

Felisberto firmaba ejemplares con la cabeza gacha. La actitud ponía de relieve su pelambre, rizosa y renegrida, implantada en forma de ala de murciélago como la caperuza de Fantomas. Ella observó su boca, mimosa, infantil. Al sentirse observado, Felisberto alzó la vista.

Ya no volvió a bajarla. Se quedó sonriéndole a la tez aceitunada, a los ojos morunos, al perfil aplastado como testuz de vaca. Siempre lo había dicho, las mujeres se inclinaban hacia él, solícitas, cuando tocaba el piano y ahora, cuando firmaba libros. Nunca había necesitado buscarlas, venían solas. Madres atraídas por su desvalimiento.

—Ah, ¿viniste? —comprobó en un susurro.

Nadie lo oyó. Nadie sino ella. Susurraba para establecer con la expansiva española que, como salida de una pieza de Lope de Vega, lo abordó noches antes en un restaurante con gran despliegue de ais y de ois (“disculpadme que os interrumpa pero qué bonito castellano el que habláis, ¿de dónde sois vosotros, de Venezuela?”; él la invitó al Pen Club; de regreso al hotel, se pasó largo rato repitiendo “vosotros habláis, vosotros sois”, tratando de destrabar la lengua que tanta verborragia de otro tiempo le trabucaba) una complicidad secreta y, de paso, para que dos mujeres presentes en la sala, la una de punta en blanco y la otra, tullida, no parasen la oreja.

*Extracto del libro ‘La muñeca rusa’, de Alicia Dujovne. Alfaguara, 2009
 


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