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OPINIÓN - DOMINGO, 3 DE MAYO DE 2009

 

OPINIÓN / EL OASIS

Alejandro Curiel


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Los días festivos, salvo para caminar muy de mañana, no suelo pisar el centro de la ciudad. El viernes, sin embargo, me vi precisado a hacerlo y tuve la suerte de tropezarme con Alejandro Curiel. A quien hacía una eternidad que no veía.

Fue Curiel quien llamó mi atención al pasar por delante de él. Debido a que no entraba en mis cálculos otra cosa que no fuera recoger un pedido que le había hecho al ‘Mesón la Dehesa’. E iba, por tanto, con tanta celeridad como para no percatarme de su presencia.

Pero allí estaba Alejandro disfrutando de la terraza del establecimiento y compartiendo mesa con un compañero, llamado Francisco. Y, claro, no tuve más remedio que tomarme un respiro para poder trabar conversación con ellos.

Alejandro rojeaba como siempre. Lo cual no es noticia. La noticia hubiera sido verle sin su clásica sudadera grana. En esta ocasión, llevaba estampillada en la pechera las siglas de la Unión General de Trabajadores. El sindicato de sus entretelas.

Se le notaba a la legua que había formado parte de la recién terminada manifestación sindicalista. De la cual, aunque parezca mentira, no hablamos en absoluto. Tal vez porque ambos no creemos que el Partido Popular esté deseando ganar las elecciones generales para recortar en gran medida todos los logros sociales que se han conseguido. Pues ni lo hizo cuando presidía Aznar ni lo hará nunca. Porque ni le conviene ni puede.

Lo que eché de menos en Alejandro fue la bufanda. Esa grímpola encarnada que ha venido luciendo como distintivo de sus ideas. Pensé, en un primer momento, que podría deberse a que el sol de mayo se dejaba ya sentir. Pero bien pronto caí en la cuenta de cómo Curiel no ha tenido el menor inconveniente exhibirla, incluso, durante los meses de verano. Y que hubo una época donde no se la quitaba ni para dormir.

Y me malicio que mi estimado Curiel, poco a poco, sin prisas pero sin pausas, está tratando de despojarse de todas las prendas que le han venido acreditando como parte integrante de una rojería selecta a la que ya nadie presta la menor atención. Que se ha ido desengañando que no merece la pena mantener el discurso enfervorizado y mucho menos enarbolar los símbolos de unas ideas tan pasadas de moda como convertidas, desgraciadamente, en el refugio de quienes las usan para darse pote de progresistas de salón. Eso sí, no se me ocurrió preguntarle al respecto.

Lo que no ha perdido AC es su proverbial educación. Ni su más que reconocida simpatía. Ni su saber estar. Ni los conocimientos que aporta a cualquier conversación. Ni la afabilidad con que se muestra. Y todo eso, que no es moco de pavo, le confiere una identidad extraordinaria. Una forma de ser donde aflora su ironía renovada y sus deseos de tomarse la vida con una calma de la que careció durante cierto tiempo. Aquel tiempo de un socialismo donde Francisco Fraiz era caudillo de la cosa. Que imponía su voluntad en la sede de la calle de Daoíz. Y que con sus decisiones terminó causando las primeras desilusiones políticas de Alejandro. La charla del viernes tuvo una duración de veinte minutos. Los que aprovechamos Curiel, su amigo Paco y yo para reírnos de lo lindo. Ojalá que volvamos a coincidir. Pues fue un placer pegar la hebra con vosotros.
 

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