Coincido con el presidente de la
Asamblea General de la ONU, Miguel D’Escoto, que los nuevos
tiempos exigen de una democracia inclusiva, yo diría que
incluyente y participativa, donde todos debemos colaborar en
la respuesta a los problemas que afrontamos. El diálogo, que
es el abecedario de la democracia, debe utilizar un lenguaje
que germine del alma de todos, y no tanto del credo de los
políticos, para que fructifique el entendimiento humano. A
estas alturas no se puede hablar de primer y tercer mundo,
hay que hablar de un mundo que a todos nos pertenece y del
que todos hemos de formar parte. Ahora, que ciertamente
tenemos la oportunidad histórica y la responsabilidad
colectiva de dar una nueva estabilidad y sostenibilidad al
orden económico y financiero internacional, es el momento de
escucharnos todos y de poner a salvo los derechos humanos,
tan politizados en el momento presente, hasta el punto de
haber perdido credibilidad y, a veces, convertirlos en nada.
La apuesta por una democracia auténtica conlleva
transparencia de acción, lejos de cualquier manipulación
instigada por grupos de presión que, en vez de proponer,
instan a imponer opiniones que adoctrinan. La ética tiene
que brotar del interior del ser humano como a borbotones
germina el agua de la tierra. Por eso, la democracia tiene
que ser una actitud de vida de cada persona, y, como
persona, debemos considerar su opción. Hay que inventar
formas de acercarse los seres humanos entre sí y de
comprometerse en una responsabilidad solidariamente
horizontal. Los fanatismos ideológicos son un tremendo mal,
ahogan doquier progreso demócrata, desvirtuando el verdadero
valor y valía de la democracia, que ha de ofrecerse desnuda
de poder por su razón de ser y vestida de autoridad por
razón de representar a todos los humanos. Perdida la
confianza todo queda en entredicho. Por otra parte, la
exclusión se sirve en bandeja: yo con los míos, tú con los
tuyos. Hay que ir más allá de los procedimientos
democráticos, de la regla de la mayoría, que no deja de ser
un abuso de la estadística, debemos ir a la aceptación de
los valores que inspiran esa democracia: la dignidad de toda
persona humana, sea del mundo industrializado o del mundo
pobre, el respeto a los derechos humanos, la asunción del
bien global como fin de las sociedades humanas.
Una verdadera democracia debe ser comprensiva, pero no
débil, y máxime en los tiempos actuales en los que habitan
legiones de ciudadanos lobos con piel de cordero. El
equilibrio de poderes, supone la constante vivencia y
convivencia con el sentido común y la conciencia crítica. A
este mundo, podemos y debemos mostrarle una democracia
auténtica sobre una base firme y sólida constituida ante
todo por la estima al otro. Cuando se violan los derechos
inalienables de la persona se está violentando el
significado de lo que somos. Por desgracia, en la
globalizada sociedad de hoy, falta esa autoridad moral capaz
de guiar al mundo y de fortalecer el valor de la ley
natural, el único bastión válido contra el capricho del
poder que todo lo quiere gobernar para sí o contra las
argucias de la manipulación sectaria.
La democracia debe humanizarse para poder humanizar a la
humanidad. No se puede injertar confusión, estar ausente,
negar el auxilio del corazón a un corazón que se hunde en la
miseria. El muro de los cuerpos cultivando el odio, las
cúspides poderosas de la venganza, el desorden de algunas
políticas, lo único que hacen es enterrar los valores de la
democracia. ¿Hasta cuando las naciones más poderosas de la
tierra van a seguir derrochando bienes, mientras las pobres
se mueren de hambre? La pobreza afecta ya a cuatrocientos
millones de africanos. Esto no es poesía es una verdadera
injusticia. El bien y el mal se confunden adrede. La
hipocresía es un valor en alza. Se activan fuegos contra
inocentes, se jerarquizan espacios, se expropian y apropian
vidas, como si se tratase de un divertimento comercial. El
inmenso poder de los mercados financieros, de la tecnología
y de los asesores sin escrúpulos que manejan los hilos del
poder, parecen emplearse a fondo para adoctrinar, hasta
cambiar el genuino signo lingüístico, de lo que representa
el significante y el significado de la vida humana. Expandir
y cimentar desde gobiernos democráticos asesinatos como el
aborto y la eutanasia, institucionalizar la mentira y el
amiguismo, acabará siendo un mal irreparable para la
democracia del que costará reponerse.
Ciertamente una sociedad sana promueve siempre la democracia
participativa, no entiende de rechazos. Cada uno debe ser
respetado como ser humano y nadie debe ser glorificado. Más
pronto que tarde, nadie es más que nadie. La muerte a todos
nos iguala. Por eso, un país sin elecciones libres es un
país sin voz; de igual modo, que un país sumiso al poder y
sumido en la mentira también es un país ciego. Ahora que
están de moda las políticas de igualdad, resulta que la
desigualdad y el despotismo toman señorío. Una cosa es
predicar y otra dar trigo. Todavía hay ciudadanos que pueden
comprar personas y todavía hay personas que están dispuestas
a venderse porque si no lo hacen se mueren. La innegable
igualdad es más poética que política: todo el mundo tiene
derecho a vivir y a vivir con plena dignidad. Por cierto, va
implícito al valor de la democracia.
Dicho lo anterior, creo que hace falta restaurar una cultura
democrática que tutele una democracia inclusiva o
incluyente. Algo tan necesario como preciso. El poder no
puede estar concentrado en pequeños dioses mundanos, que
deciden lo que es bueno y malo para el pueblo. Esta
concepción altanera es inaceptable. La vida es algo más que
un sistema organizativo de gobiernos. Sin unos principios
morales en cartera, reconocidos y exigidos tanto a la
ciudadanía como a los poderes, hasta la más pomposa
democracia degenera en dictadura, aunque tenga apariencias
democráticas.
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