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OPINIÓN - DOMINGO, 26 DE JULIO DE 2009

 

OPINIÓN / EL OASIS

Aquella mañana del verano de 1982
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Era un veinticuatro de julio de hace veintisiete años. Y la gente llevaba ya muchos días quejándose de la calor que hacía. Yo estaba alojado en el Hotel La Muralla. Y aquella mañana, sábado por más señas, se habían dado cita en Ceuta las mejores escopetas de Andalucía. Dado que se competía en el tiro de pichón.

La animación en el hotel era mucha. Los tiradores se desayunaban en la cafetería mientras conversaban sobre sus aciertos en otras competiciones. Como había conocidos míos entre ellos, yo les escuchaba atentamente. Aunque no entendía cómo era posible que allí nadie contara nada más que hazañas. Aunque enseguida dejé de pensar en la bien ganada fama que tenían los escopeteros de apuntarse tantos que nunca habían conseguido.

Pronto llegó Eduardo Hernández. Quien pocas veces solía abandonar su lugar de trabajo a esa hora. Pero había hecho una excepción, porque entre los tiradores había también amigos suyos. Amistades hechas por él a través de los años ofreciéndoles cobijo en el ‘Rincón del Muralla’. Ejemplo de tertulia.

Aquella mañana se habló de fútbol. En principio, de la alegría que nos causaba que Luis Jaramillo continuara un año más como árbitro en Primera División. También celebramos el ascenso de Chicón a Segunda División B. Y nos sentó mal el descenso de categoría de Antonio Moreno. Árbitro que era tan bueno técnicamente como capaz de despilfarrar esa cualidad por sus desplantes. De modo que Plaza, presidente del Colegio Nacional, lo había fulminado sin contemplaciones.

Esa mañana conocí a Francisco Arrillaga: Vicesecretario de los socialistas ceutíes. Que nos dijo que ‘el poder corrompe’. Y a una de las hijas de Eduardo: Marián. Hipocorístico del que nunca supe si pertenecía a Mariana. Era morena, de melena lisa y ojos almendrados. Su cintura era leve. Con lo cual destacaban sus caderas poderosamente. Y sus pechos, constreñidos por una blusa sin mangas y con escote, pugnaban por recobrar su libertad.

Era desenvuelta y habladora y gustaba de conversar con los amigos de su padre. Estaba casada con un militar a quien yo aún no conocía. Y que ella me lo describió como bueno pero soso hasta aburrir.

En un momento determinado, Eduardo nos dijo que se había desatado el fuego que, desde muy temprano, era azote de los árboles de la zona de El Renegado. Debido a que soplaba viento de poniente. Aunque eran muchos los esfuerzos que hacían los bomberos y los soldados de Regulares y de la Legión que estaban entregados a la tarea.

La siguiente noticia fue dramática. El incendio se había cobrado la vida de un soldado y había dejado a otros malheridos. Y todo causado por el vuelco de un camión cisterna. A partir de ese momento la ciudad quedó conmocionada. Y el nombre del soldado fallecido corrió de boca en boca: se llamaba Antonio Güeto. Y lo habían nacido en Onteniente.

De aquel desgraciado accidente conservo aún el recuerdo de la entereza mostrada por los padres de Güeto. Las lágrimas del comandante general. Y la recuperación del soldado Pérez.

Mucha era la calor que hizo entonces, como así nos lo ha recordado Francisco Fernández, piloto del helicóptero que trasladó el cuerpo del soldado fallecido a tierras levantinas.
 

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