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OPINIÓN - DOMINGO, 27 DE DICIEMBRE DE 2009

 

OPINIÓN / EL OASIS


Cuento de Navidad

 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Iban cogidos de la mano. La niebla era densa. Se oían voces que le cantaban al recién nacido. Transitaban por una calle solitaria que les llevaría hasta el centro de la ciudad. Un vagabundo tiritaba de frío, tendido en el escalón de una casapuerta, debido a una borrachera de anís.

El hombre caminaba en silencio mientras el niño trataba de darle ánimos. Los dos se habían quedado solos apenas hacía un mes. Era la primera Nochebuena que iban a pasar sin ella. Una pérdida esperada, durante casi dos años, pero que cuando se produjo desequilibró al marido.

El cual no comprendía cómo era posible el cambio que se había operado en su hijo. Ocurrió que de repente éste se hizo mayor. Tenía apenas once años y, sin embargo, parecía tener veinte. Hablaba como un adulto y razonaba de manera que sus palabras causaban a la par sorpresa y bienestar en el padre.

Cuando pasaban ante la puerta de la iglesia mayor del pueblo, el padre sintió deseos de entrar. Estaba vacía. Pues aún faltaban dos horas para que se celebrara la Misa del Gallo. La última vez que había estado en la iglesia fue para pedir por la recuperación de su mujer.

Recorrieron una de las naves del templo para postrarse ante la capilla del Nazareno. El padre comenzó reprochándole a la imagen el poco caso que le había hecho a sus súplicas, durante la enfermedad de su mujer. Poco a poco fue subiendo el tono de su voz hasta acabar peleándose abiertamente con el Cristo. Ante la mirada condescendiente del niño y el silencio sepulcral de éste.

Salieron a la calle. Y continuaron caminando hacia donde la gente ya cantaba al Niño-Dios y se aprestaban a coger la borrachera de la imbecilidad. Más bien con ánimos de olvidar los años oscuros de aquella década maldita de la posguerra. Tomaron chocolate con churros sin dejar de mirar hacia la mesa que ella, otros años, había elegido para presenciar mejor la fiesta callejera.

A partir de entonces, en cuanto se presentaba la ocasión, el padre no dudaba nunca de airear su aversión hacia cuanto había creído. Jamás hubo en él el menor indicio de acercamiento a un Cristo por el cual había sentido siempre una enorme predilección y en el que había depositado su fe desde que sus padres le enseñaran a venerarlo.

Es más, ni siquiera le importó que su hijo no fuera a misa los domingos. Incluso se enfrentó a los profesores de éste cuando le dieron las quejas porque el niño faltaba a todos los actos religiosos, y que estaba obligado a asistir para no quebrantar la disciplina del colegio. Pasaron algunos años. Y el hombre cayó enfermo. En los últimos días de su vida, el hijo estuvo siempre a su vera. Cuidando de él. Procurando por todos los medios consolarle. Y respetando, por encima de todo, el que su padre no se acordara de su Nazareno ni siquiera en los momentos finales.

Una tarde, en la que el enfermo había experimentado una ligerísima mejoría, se dirigió al hijo para decirle que si no se había dado cuenta de lo habitual que había sido verle con la mano derecha metida en el bolsillo de su pantalón. Y le confesó que en ese bolsillo estuvo siempre un crucifijo al que se asía a cada paso. El crucifijo lo heredó el hijo. Pero éste, que aún sigue teniendo tantísimas dudas, nunca se ha atrevido a pedirle nada.
 

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