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OPINIÓN - DOMINGO, 2 DE MAYO DE 2010

 
OPINIÓN / VENTANA ABIERTA

La farándula

Por Miguel Ángel de la Huerga (Orientador Familiar)


Se denominaba en España farándula a la profesión que desempeñaban los farsantes o comediantes y en general, el ambiente relacionado con ellos Los faranduleros, o cómicos, personas que representaban comedias por los pueblos, eran calificados de habladores, trapaceros que tiraban a engañar. Su estilo de vida era bastante bohemio e irregular, no recomendable para las personas que se consideraban decentes. Podíamos decir que la sociedad admiraba sus interpretaciones teatrales; pero desdeñaba su forma de vida.

Su versión actualizada parece corresponder a la que forman las gentes que llamamos artistas, a los que los inventos de la técnica les facilitan la difusión de sus actuaciones por medios tan diversos e interesantes como el cine, la T.V., la radio… además del permanente teatro. Lo que ha cambiado de ellos es fundamentalmente, la enorme propagación de sus interpretaciones y la correspondiente popularidad que refuerzan con la inclusión de su vida privada en las revistas y medios de comunicación. Su privacidad, otrora oculta, aparece ahora con detalles precisos. Y hay que reconocer que en general y salvo contadísimas excepciones, sus hábitos son bastantes similares a los de otros tiempos.

Sin embargo, la normalización de estas situaciones ha hecho que las aceptemos como algo natural, susceptible de imitar. Incluso se aprovecha la popularidad que adquieren los famosos, como una fórmula publicitaria de apoyo a ideas y comportamientos. Habrá que recordar que, hoy como siempre, el hecho de ser artistas no les legitima como intelectuales, pensadores o líderes de opinión y mucho menos como maestros en ética y dictadores de normas. Lo apreciable de los faranduleros era su admirable arte, que hacía sentir sensaciones fantásticas, siempre irreales; pero no así sus criterios y conductas. El hecho de que éstos traten de cubrirse ahora con el paño etéreo del progresismo, no nos debe hacer equivocarnos hasta el punto de no saber distinguir lo uno de lo otro, y aceptarlo todo como igualmente bueno.
 

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