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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 5 DE MAYO DE 2010

 
OPINIÓN / COLABORACION

La egipcia que se quitó el velo

Por Serafín Fanul


Dicen que Hoda Shaarawi murió en 1947, pero yo no lo creo: a diario la sigue matando la reacción islamista a escala mundial, con la ayuda inestimable de presuntas feministas occidentales.

En 1923, Hoda se quitó el velo –con la consiguiente conmoción en la sociedad egipcia–, coherente con el esfuerzo de toda su vida, no sólo por aligerar de jarapales a las mujeres, sino para dignificar y mejorar su existencia, como seres humanos de pleno derecho, buscando al tiempo la modernización de su país.

Traicionada en sus expectativas, ya en 1924, por su propio partido –el Wafd– continuó luchando hasta el fin de sus días por la liberación de la mujer, pero todo se ha perdido.

El aluvión integrista caído primero sobre los árabes y de seguida sobre los demás musulmanes desde 1970 (año de la muerte de Naser) ha arrasado con todo: en Egipto, la práctica totalidad de las musulmanas se ha encasquetado –o más bien les han encasquetado– el aquí mal llamado velo, y la represión personal, familiar, social ha llegado a España en el hatillo de los inmigrantes y en el entreguismo de una sociedad desinformada y presta a ceder en cualquier terreno con tal de no responsabilizarse de nada.

La última guinda la acaba de poner el portavoz de la Conferencia Episcopal pronunciándose a favor de la pañoleta islámica en los colegios: están frescos si creen que con estas fintas tácticas van a salvar lo que queda del crucifijo dentro y fuera de las aulas.

Si acaso, aburrirán y desmoralizarán aún más a la parroquia, harta de tacticismos. El Corán establece en dos pasajes (24-31 y 33-53) la conveniencia de que las mujeres de Mahoma y las creyentes se cubran con el manto, pero también sabemos que la rigurosa separación de sexos (uno de los objetivos del hiyab) y el encerramiento de las mujeres no se remontan a los primeros tiempos del islam, sino que son adiciones posteriores, con posibles influjos ajenos.

Pero el problema que traen a la puerta de nuestra casa no es si los musulmanes son más o menos fieles a la imaginaria pureza de los inicios de su fe, sino la imposición por la vía de los hechos consumados de una costumbre que va mucho más allá del capricho individual y que ha funcionado durante catorce siglos con una arbitrariedad ejemplar: en el Egipto que Hoda quería –y que en alguna medida existió– nadie dudaba del carácter musulmán de cuantas mujeres vestían “a la occidental” (cualquiera de un cierto nivel cultural); en la Edad Media, las cristianas tenían prohibido usar el velo, no como muestra de libertad sino como signo infamante y por el contrario, en la actualidad, hasta a las cristianas (v.g. en Indonesia) se está forzando a emplearlo.

Coherencia inencontrable y, sin embargo, los musulmanes, conscientes de enfrentarse a una sociedad –la española– dominada por el escapismo y la ignorancia, presentan el negocio del hiyab como si fuera de vida o muerte, ineludible y sin discusión.

Argumentar con el Corán en un instituto español que nada tiene que ver con él y que posee sus propias normas es poco serio. En el islam, como en la cristiandad, arbitrariedades y cambios en el uso de prendas de cabeza han sido constantes, única norma general: el fez, que en el siglo XX parecía tan antiguo en Egipto, en realidad había sido implantado en el Ejército en 1823, como sustituto del turbante, cuyo prestigio venía de la medieval época mameluca y cuyo empleo por mujeres en los mismos años había provocado la ira de los integristas de entonces, acentuándose las modificaciones vestimentarias a partir de 1850; el turbante blanco simbolizaba en la Granada nazarí el estatus de imanes y alfaquíes, mientras que en centurias anteriores las gentes del común se tocaban la cabeza con la gifara (bonete) roja o verde. La misma variedad se daba con los colores, que ahora no podemos abordar.

Aquí y ahora, la imposición de la pañoleta, como signo externo de significado fuerte que es, busca en primer término el aislamiento de la niña/mujer de todo entorno social ajeno a sus familiares inmediatos y, en segundo lugar, la ocupación del espacio público mediante la provocación continuada, repitiendo gestos intimidatorios y si un día amenazan a quienes repudian sus actos (Robert Redecker, caricaturistas daneses, Ayaan Hirsi, Magdi ‘Allam y un larguísimo etcétera), otro pretenden incautarse por la vía de los hechos de la catedral de Córdoba, antigua mezquita. Con ellos no van los derechos y normas ajenas.

Una palabra final sobre políticos y pañoletas. En 2002, saltó a la prensa (bien orquestada la maniobra y hasta con funcionarios marroquíes asomando) el caso de la morita de El Escorial y Gallardón acudió solícito y feliz en apoyo de la sinrazón.

Ahora, autotitulados progresistas jalean impávidos actitudes ultrarreaccionarias. Gabilondo, el supuesto ministro de Educación, siempre heroico, ha plañido un poco por “el derecho supremo a la educación”, que nadie niega, pero cumpliendo las normas.

Del mismo modo, la gavilla de señoritas socialistas con cargos y sueldos acude al quite, entusiastas de enyesar a otras mujeres bajo trapos discutidos y discutibles, afirmando alguna que todas las que portan el adefesio lo hacen voluntariamente y como manifestación de libertad: las progresistas de carné ni escurrir el bulto pueden en un capítulo considerado crucial por Rodríguez, su aportación máxima a la historia del pensamiento universal, la Alianza de Civilizaciones.

* Catedrático de Literatura árabe
 

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