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OPINIÓN - DOMINGO, 6 DE JUNIO DE 2010

 

OPINIÓN / EL OASIS

La piedra “Blarney”


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

A ocho kilómetros al noroeste de Cork se encuentra el pueblecito irlandés de Blarney. En lo alto de la muralla del castillo que allí existe, hay una piedra triangular –la “piedra Blarney”- con el nombre de su constructor y la fecha de su edificación. Cuenta la tradición que el que bese la piedra Blarney poseerá el don persuasivo de la elocuencia. No es fácil lograrlo porque la única manera de alcanzar la piedra es colgándose boca abajo, de una forma muy difícil. Por eso cuando alguien posee un “pico de oro” se dice que ha besado la piedra Blarney y a los discursos se les llama Blarney (labia).

Más de una vez he escrito lo bien que le vendrían a los políticos el darse una vuelta por Blarney para mejorar su oratoria. Sí, ya sé que para que se produzca el milagro han de situarse en una postura arriesgada. Pero merece la pena echarle valor a cambio de regresar hablando con un estilo inmejorable.

Buffon (nada que ver con el portero italiano) sentenció: “El estilo es el hombre. ¡Todo el hombre!”. Quería decir que el estilo no es más que el orden y el movimiento que el hombre pone en la organización de sus propias ideas. Y alguien, que sabía de qué va la cosa, nos dijo: “Que es cierto también que, para que sea verdaderamente estilo, ha de poseer, al menos, uno de los dos grandes recursos tradicionalmente requeridos para seducir a una mujer: el arte de agradar y el arte de interesar. Eso, pues, es el estilo: el arte de la seducción”.

Saber hablar, y hacerlo bien en público, debe ser lo más principal en un político. Porque lo que cuenta no es lo que se dice, sino como se dice. Ahí radica el supremo misterio del estilo. Y así lo entendió, a la vejez viruela, aquella mujer de un político francés, que había llegado a ser ministro de la Tercera República. Resulta que en la intimidad del hogar su marido le parecía vulgar, vacío, insignificante. Y en vista de que estaba ocupada en discurrir de un salón a otro, de una boutique a otra, se le ocurrió un día la insólita idea de asistir a una discusión parlamentaria. Entró en el Parlamento cuando su egregio marido estaba pontificando desde el banquillo azul. Se sentó, miró y escuchó. ¡Y comprendió! Comprendió cuál había sido, al menos para su consorte, el secreto del éxito. El hombre sabía hablar. Sabía decir las cosas más banales de manera interesante, y las cosas aburridas, de manera agradable. Era un seductor de profesión.

La última vez que escribí al respecto, en septiembre de 2006, fue para decir que en la política local me resultaba imposible destacar a dos políticos capaces de llamar la atención cuando hablaban en público. Políticos que despertaran nuestro interés e hicieran posible que decidiéramos oírles con suma atención. Una triste realidad, que evidenciaba la incuria en quienes, por sus cargos, estaban obligados a dar la talla en todos los aspectos.

Han transcurrido cuatro años desde que me dio por escribir del asunto, y sigo viendo las mismas carencias cuando oigo discursear a los políticos de esta tierra. Apenas dos o tres se defienden con su oratoria. Y, por tanto, se les entiende. Aunque lo de seducir no está, ni mucho menos, al alcance de ninguno.

De manera que, con tanta escasez de labia, no debe extrañar que el presidente de la Ciudad, Juan Vivas, parezca un ruiseñor. Aunque tampoco le vendría mal darse una vuelta por Irlanda para besar la piedra Blarney. O sea.
 

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