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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 8 DE SEPTIEMBRE DE 2010

 
OPINIÓN / COLABORACION

Agustín, el buscador de la verdad

Por Fr. Marcos, agustino


Dentro de unos pocos años, los agustinos cumpliremos el primer centenario de nuestra presencia en Ceuta. Todo el mundo conoce el “colegio de los agustinos” o la “iglesia de San Francisco” y, de veinte años a esta parte, la parroquia de “Los Remedios” atendida también por nosotros, “hijos” de san Agustín. Cada año que pasa me pregunto qué idea tienen los ceutíes de aquel a quien nosotros llamamos “nuestro Padre San Agustín”. Pues, tuvo una vida muy intensa y, con frecuencia, la gente recuerda sólo los primeros años, antes de su conversión al cristianismo, ignorando su etapa más profunda y productiva.

Aurelio Agustín, que así se llamaba, vivió a caballo entre el siglo cuarto y quinto de nuestra era. Nació en el norte de África, en Tagaste (hoy se le conoce por Souk-Ahras, en Argelia), en el año 354. Su padre Patricio -que era pagano- desea que comience a estudiar cuanto antes; pero a su madre Mónica le interesa que conozca la fe cristiana. Cuando llega el momento y hasta los once años, manifiesta poco interés por ir a la escuela del pueblo. Sólo cuando se traslada al pueblo vecino de Madaura (a unos 28 kms) a completar allí sus estudios, éstos le resultan un poco más tolerables.

Sus problemas comienzan a los 15 años, cuando termina la segunda etapa de estudiante en Madaura y regresa a su pueblo. Sus padres desean que siga estudiando y que termine su preparación. Por eso, le envían a Cartago, empleando todos sus ahorros y la ayuda de un amigo rico del pueblo. Allí, lejos de sus padres (a unos 196 kms) Agustín se dedica a la buena vida y a disfrutar. Sus preocupaciones son los amigos, el teatro, los baños... Al cumplir los 17 años ya comparte su vida con una chica de su edad. Fruto de estas relaciones será su hijo Adeodato. Para estabilizar estas relaciones, él espera colocarse pronto como profesor. Ese mismo año del 371 muere su padre. Ante este hecho, el muchacho apasionado comienza a ser consciente del gran sacrificio que han realizado sus padres para que él se construya un futuro. A partir de entonces se va a convertir en esa persona inquieta e inteligente que busca por encima de todo la Verdad.

Esta es la parte de la vida de Agustín más conocida, o al menos más recordada, por la gente del pueblo, que algunos imaginan como una vida depravada. Sin embargo, la vida honesta de Agustín es notoria a todo el mundo. No podemos juzgar la conducta moral -anterior a su conversión- de Agustín conforme a nuestra moral católica de hoy. Habría que juzgar la conducta de Agustín teniendo en cuenta las leyes del Imperio romano. Agustín entonces era pagano e hijo de padre pagano, y se regía en todo (en lo familiar y en lo social) por las leyes del Imperio de Roma. La legislación romana regulaba el concubinato de uno y una como institución legal. Esta institución no constituía matrimonio pero estas uniones estaban legitimadas por leyes caducarias: leyes que comprendían distintos aspectos sobre el matrimonio (dote, divorcio, donación entre cónyuges, herencia, legados...). Por eso, la situación en la que vivía Agustín por aquellos años de su vida, era normalmente vista en aquella época.

Regresa a su pueblo como profesor de Gramática a los 19 años, pero Tagaste le queda pequeño, y, cuando muere un amigo suyo, no pudiendo soportar más la pena de su ausencia, vuelve de nuevo a Cartago a enseñar Retórica. En estos años sigue leyendo mucho, escribe poesías, gana algunos premios y publica su primer libro. Marcha a Roma y Milán buscando alumnos más formales y triunfar en la capital del imperio; también deseaba ganar más dinero. Mónica, su madre, va con él: desea que su hijo se convierta al cristianismo.

En Milán, el “profesor africano” comienza a tratar asiduamente la Catedral, atraído por la fama del Obispo Ambrosio, que es un gran orador. Día a día, las palabras de Ambrosio van haciendo mella en su corazón. Se entrevista con cristianos que han dejado todo por seguir a Dios. Y serán unas palabras de san Pablo a los Romanos (“No en comilonas ni en borracheras… sino revestíos de Nuestro Señor Jesucristo”) quienes le den el definitivo empujón para convertirse en un hombre nuevo. Tiene 32 años. Su ideal, a partir de ahora, va a ser conocer a Dios para amarle. Deja la enseñanza para dedicarse con unos amigos, en una finca cercana a Milán, al descanso, la reflexión, comunicación y preparación para el bautismo. Todos conviven como si fueran una sola persona que está orientando sus pasos hacia Dios. Al llegar la Pascua de este mismo año, 387, Agustín recibe el bautismo de manos de Ambrosio. Su conversión fue siendo todavía un hombre joven, cuando descubrió dónde estaba la auténtica Verdad, de la cual manaba la Sabiduría. Y una vez convertido, le resultó más fácil dejar no sólo las sectas en que militaba, sino también los placeres de la carne a los que durante años se había acostumbrado.

De vuelta a su pueblo, una vez que Mónica había muerto, reparte su herencia entre los necesitados y funda un monasterio donde va a convivir con los amigos que le han acompañado. Ahora su único plan de vida es la oración y la convivencia con los monjes. Este año del 388 sufre la muerte de su hijo, que vivía con él: tenía 18 años. En un viaje que hizo a Hipona con intención de visitar a un amigo y traerlo a su monasterio, el pueblo unido a su obispo Valerio le aclama como sacerdote. Comienza a predicar y administrar sacramentos, y funda otro monasterio en un jardín que le deja el obispo, porque Agustín necesita monjes amigos junto a sí. Valerio le consagra obispo auxiliar por temor a que se lo lleven a otro lugar. Un año después, a los 42, será el obispo de la ciudad de Hipona.

Ahora tiene que desempeñar todo tipo de trabajos: juez, limosnero, consejero… Viaja, lee, escribe. Defiende la doctrina cristiana de las herejías que van surgiendo. Y así durante 35 años. Y a los 76 años de edad, cuando Genserico cerca Hipona, Agustín deja sus libros y sus discusiones a favor de la fe, para retirarse a la Paz de Dios. Es el 28 de agosto del año 430. Agustín, rodeado de amigos, entrega su vida a su mejor Amigo: Dios.

Agustín ha sido uno de los hombres más grandes y buenos con que ha contado la Iglesia: obispo y Padre de la Iglesia, defensor del dogma frente a los herejes, pastor solícito de su pueblo, escritor ilustrísimo tanto por la calidad de su prosa como por la sabiduría que encerraban sus palabras. Con su vida, una de las lecciones que nos da es que nunca es tarde. Nunca es tarde para empezar. Nunca es tarde para convertirse. Nunca es tarde para volver a casa. No importa las heridas que lleves. No importa las tonterías que hayas hecho. El Dios que una vez te amó, te sigue amando. Aunque, cuando vuelvas al Padre, es posible que te quede también la “queja” de Agustín: “¡Tarde te amé, Hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé!”.
 

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