Dentro de unos pocos años, los agustinos cumpliremos el
primer centenario de nuestra presencia en Ceuta. Todo el
mundo conoce el “colegio de los agustinos” o la “iglesia de
San Francisco” y, de veinte años a esta parte, la parroquia
de “Los Remedios” atendida también por nosotros, “hijos” de
san Agustín. Cada año que pasa me pregunto qué idea tienen
los ceutíes de aquel a quien nosotros llamamos “nuestro
Padre San Agustín”. Pues, tuvo una vida muy intensa y, con
frecuencia, la gente recuerda sólo los primeros años, antes
de su conversión al cristianismo, ignorando su etapa más
profunda y productiva.
Aurelio Agustín, que así se llamaba, vivió a caballo entre
el siglo cuarto y quinto de nuestra era. Nació en el norte
de África, en Tagaste (hoy se le conoce por Souk-Ahras, en
Argelia), en el año 354. Su padre Patricio -que era pagano-
desea que comience a estudiar cuanto antes; pero a su madre
Mónica le interesa que conozca la fe cristiana. Cuando llega
el momento y hasta los once años, manifiesta poco interés
por ir a la escuela del pueblo. Sólo cuando se traslada al
pueblo vecino de Madaura (a unos 28 kms) a completar allí
sus estudios, éstos le resultan un poco más tolerables.
Sus problemas comienzan a los 15 años, cuando termina la
segunda etapa de estudiante en Madaura y regresa a su
pueblo. Sus padres desean que siga estudiando y que termine
su preparación. Por eso, le envían a Cartago, empleando
todos sus ahorros y la ayuda de un amigo rico del pueblo.
Allí, lejos de sus padres (a unos 196 kms) Agustín se dedica
a la buena vida y a disfrutar. Sus preocupaciones son los
amigos, el teatro, los baños... Al cumplir los 17 años ya
comparte su vida con una chica de su edad. Fruto de estas
relaciones será su hijo Adeodato. Para estabilizar estas
relaciones, él espera colocarse pronto como profesor. Ese
mismo año del 371 muere su padre. Ante este hecho, el
muchacho apasionado comienza a ser consciente del gran
sacrificio que han realizado sus padres para que él se
construya un futuro. A partir de entonces se va a convertir
en esa persona inquieta e inteligente que busca por encima
de todo la Verdad.
Esta es la parte de la vida de Agustín más conocida, o al
menos más recordada, por la gente del pueblo, que algunos
imaginan como una vida depravada. Sin embargo, la vida
honesta de Agustín es notoria a todo el mundo. No podemos
juzgar la conducta moral -anterior a su conversión- de
Agustín conforme a nuestra moral católica de hoy. Habría que
juzgar la conducta de Agustín teniendo en cuenta las leyes
del Imperio romano. Agustín entonces era pagano e hijo de
padre pagano, y se regía en todo (en lo familiar y en lo
social) por las leyes del Imperio de Roma. La legislación
romana regulaba el concubinato de uno y una como institución
legal. Esta institución no constituía matrimonio pero estas
uniones estaban legitimadas por leyes caducarias: leyes que
comprendían distintos aspectos sobre el matrimonio (dote,
divorcio, donación entre cónyuges, herencia, legados...).
Por eso, la situación en la que vivía Agustín por aquellos
años de su vida, era normalmente vista en aquella época.
Regresa a su pueblo como profesor de Gramática a los 19
años, pero Tagaste le queda pequeño, y, cuando muere un
amigo suyo, no pudiendo soportar más la pena de su ausencia,
vuelve de nuevo a Cartago a enseñar Retórica. En estos años
sigue leyendo mucho, escribe poesías, gana algunos premios y
publica su primer libro. Marcha a Roma y Milán buscando
alumnos más formales y triunfar en la capital del imperio;
también deseaba ganar más dinero. Mónica, su madre, va con
él: desea que su hijo se convierta al cristianismo.
En Milán, el “profesor africano” comienza a tratar
asiduamente la Catedral, atraído por la fama del Obispo
Ambrosio, que es un gran orador. Día a día, las palabras de
Ambrosio van haciendo mella en su corazón. Se entrevista con
cristianos que han dejado todo por seguir a Dios. Y serán
unas palabras de san Pablo a los Romanos (“No en comilonas
ni en borracheras… sino revestíos de Nuestro Señor
Jesucristo”) quienes le den el definitivo empujón para
convertirse en un hombre nuevo. Tiene 32 años. Su ideal, a
partir de ahora, va a ser conocer a Dios para amarle. Deja
la enseñanza para dedicarse con unos amigos, en una finca
cercana a Milán, al descanso, la reflexión, comunicación y
preparación para el bautismo. Todos conviven como si fueran
una sola persona que está orientando sus pasos hacia Dios.
Al llegar la Pascua de este mismo año, 387, Agustín recibe
el bautismo de manos de Ambrosio. Su conversión fue siendo
todavía un hombre joven, cuando descubrió dónde estaba la
auténtica Verdad, de la cual manaba la Sabiduría. Y una vez
convertido, le resultó más fácil dejar no sólo las sectas en
que militaba, sino también los placeres de la carne a los
que durante años se había acostumbrado.
De vuelta a su pueblo, una vez que Mónica había muerto,
reparte su herencia entre los necesitados y funda un
monasterio donde va a convivir con los amigos que le han
acompañado. Ahora su único plan de vida es la oración y la
convivencia con los monjes. Este año del 388 sufre la muerte
de su hijo, que vivía con él: tenía 18 años. En un viaje que
hizo a Hipona con intención de visitar a un amigo y traerlo
a su monasterio, el pueblo unido a su obispo Valerio le
aclama como sacerdote. Comienza a predicar y administrar
sacramentos, y funda otro monasterio en un jardín que le
deja el obispo, porque Agustín necesita monjes amigos junto
a sí. Valerio le consagra obispo auxiliar por temor a que se
lo lleven a otro lugar. Un año después, a los 42, será el
obispo de la ciudad de Hipona.
Ahora tiene que desempeñar todo tipo de trabajos: juez,
limosnero, consejero… Viaja, lee, escribe. Defiende la
doctrina cristiana de las herejías que van surgiendo. Y así
durante 35 años. Y a los 76 años de edad, cuando Genserico
cerca Hipona, Agustín deja sus libros y sus discusiones a
favor de la fe, para retirarse a la Paz de Dios. Es el 28 de
agosto del año 430. Agustín, rodeado de amigos, entrega su
vida a su mejor Amigo: Dios.
Agustín ha sido uno de los hombres más grandes y buenos con
que ha contado la Iglesia: obispo y Padre de la Iglesia,
defensor del dogma frente a los herejes, pastor solícito de
su pueblo, escritor ilustrísimo tanto por la calidad de su
prosa como por la sabiduría que encerraban sus palabras. Con
su vida, una de las lecciones que nos da es que nunca es
tarde. Nunca es tarde para empezar. Nunca es tarde para
convertirse. Nunca es tarde para volver a casa. No importa
las heridas que lleves. No importa las tonterías que hayas
hecho. El Dios que una vez te amó, te sigue amando. Aunque,
cuando vuelvas al Padre, es posible que te quede también la
“queja” de Agustín: “¡Tarde te amé, Hermosura siempre
antigua y siempre nueva, tarde te amé!”.
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