PortadaCorreoForoChatMultimediaServiciosBuscarCeuta



PORTADA DE HOY

Actualidad
Política
Sucesos
Economia
Sociedad
Cultura
Melilla

Opinión
Archivo
Especiales  

 

 

OPINIÓN - DOMINGO, 26 DE DICIEMBRE DE 2010

 
OPINIÓN / premios juventud 2010

Rumbo a una nueva vida (I)

Por Lidia Guevara Vargas


Esa tarde, un ligero Poniente acariciaba su joven rostro de tez tostada por las largas tardes jugando en el descampado. Aquella suave brisa mecía su negro y ahora más que cuidado cabello, como lo hacía su madre cuando era pequeño. Sentado sobre el muro de piedra, allá en lo alto del monte, las alegres risas de su grupo de amigos, sonaban a lo lejos y rompían silencio, su silencio. La explanada lentamente se llenaba de romeros que subían a honrar a al Patrón de la vieja ermita. Casi sin darse cuenta se había alejado a penas unos metros; un viejo recuerdo, una punzada helada le perforó por un momento el corazón; mientras, con los ojos entrecerrados, intentaba adivinar allá a lo lejos, las siluetas de los edificios de su antiguo pueblo, tan cercano y a la vez tan lejos. Tímidamente una lágrima asomó comenzando a deslizarse por su mejilla.

- ¡¡Yasser, Yasser!! ¿Qué haces?

- Nada, nada, ya voy. Rápidamente con la mano, se limpió la tristeza del rostro. El ruido de un motor arrancando rompió su sueño de niño. Aún no entendía cómo se había podido quedar dormido encajado en aquel grasiento habitáculo lleno, sobre todo, de miedo. Había pasado la noche retorcido entre hierros y cables. Cara sucia, ropa manchada, un gran dolor le recorría el de arriba a abajo. A pesar de estar en pleno junio, sentía frío en los pies y las manos. El dolor de los calambres le rompía la espalda. El camión se puso en marcha, poco a poco el suelo comenzó a moverse cada vez a más velocidad a escasos centímetros de su cara. El aire se hacía irrespirable. Pero por nada del mundo iba a desistir de su objetivo, quería alejarse, quería ir a España. No había tenido tiempo de planearlo.

-¡¡Yasser, tío!! Vamos que se acaba la fiesta.

-Sí, un momento, que ya voy ¡¡Plastas que sois unos plastas!!. ¡Ahlan!, a estas alturas sabéis que me llamo Yasser, hace tiempo que vivo en Ceuta, mi nombre es de lo poco que conservo del pasado, bueno, mi nombre y mis amargos recuerdos.

Parece que fue ayer, aunque han pasado nueve años. Aquella tarde de a mediados de junio, transcurría como cualquier otra, jugando en el patio trasero de la casa junto a mis dos hermanos pequeños, Ahmed y Bilal. También, como cualquier otra, se oían los gritos de mi ebá (padre) peleando con mi mamma, pero esta vez algo fue diferente, de pronto se oyó un gran estruendo, ¡Algo se había roto!, corrimos hacia dentro y vimos como mi padre golpeaba a mi madre. Intentamos defenderla abrazándonos a ella, pero sólo conseguimos que arrojara contra el suelo a mi hermano menor, golpeara en la cara a Bilal y a mí, bueno eso no es importante. Impotentes, mirábamos a mi hima esperando que reaccionara e hiciera algo; no la reconocía, permanecía en silencio, la mirada perdida, ¿Dónde estaban aquellos brazos que de pequeño me protegían? ¿Aquellos que me apretaban y dejaban fuera al Mundo?. Vi el miedo en las caras de los dos pequeños.¡¡Mama, mama!! Impotente lloraba sin poder derramar ni una sola lágrima. Corrí y corrí, no sé ni hasta cuándo y ni hasta donde, sólo sé que me encontré aterrorizado, sudoroso, agazapado en un rincón oscuro frente a un puesto de policía, junto a un aparcamiento de camiones, y en mi pensamiento la imagen de mi madre y el llanto de mis hermanos, que quedaron atrás.

Aún hoy me duele el alma. El dolor me paralizaba el cuerpo, tenía miedo de terminar bajo aquellas dieciséis ruedas, las fuerzas me abandonaban cuando llegamos al lado marroquí de la frontera. El pulso martilleaba en mis sienes, hasta el punto que temí que me delatara el sonido de mis latidos. Quería fundirme con las chapas del camión, no sabía a qué dios rezar para que no me descubrieran. El tiempo transcurría lentamente, casi diría que llegó un momento en el que se detuvo. Estuve a punto de gritar cuando de nuevo el monstruo reanudó la marcha. Lentamente pasamos el control de la zona española, y al paso por los badenes se me clavaron mil hierros en el costado; el dolor hizo que me soltara y estuve a punto de caer. Como pude aguante debajo, con los ojos llorosos por los humos del escape. De nuevo parados. La policía revisaba los bajos del vehículo, las luces de las linternas escudriñaban cada uno de los recovecos, de pronto el ladrido de los perros que en su juego buscaban drogas; uno me miró, creo que le di algo de pena, o quizás hasta él pensó que no merecía su atención.

Resoplido de los calderines, dos acelerones y de nuevo puesta en marcha; de aquí hasta el barco y con un poco de suerte, cuando cruce el Estrecho, podré buscarme la vida en España. Ya lo tengo ahí, al alcance de la mano. Frenazo, ¿Qué pasa?, me he relajado y la bestia me ha escupido, estoy sobre el asfalto, sale un agente de un coche que acaba de encender las luces azules, corro y corro, salto por entre los coches, paso el puente, cruzo la calle, me mezclo con la gente, bajo las escaleras, y me agacho tras una gran piedra del espigón esperando que de un momento a otro me atrapen. Pasa un minuto, diez, media hora y sigo en alerta. Me duele, me miro el codo, se me ha roto la manga de la camisa, la sangre me gotea brazo abajo, en la caída me he quemado. Tengo hambre, pero no puedo salir, tengo que seguir escondido, por lo menos hasta que se haga de noche, pero es que tengo mucha hambre, en el estómago tengo mil gatos ronroneando. Resguardándose del Sol, bajo una sombrilla hay una señora de generosas medidas, lleva puesta una bata decorada con grandes flores de colores chillones y una gorra de Coca-Cola. Alrededor, dos niños pequeños alborotan entre la arena y el agua gritando y salpicando. La oronda señora abrió la nevera de plástico azul que tenía a su lado y ¡¡Diooos…! Tiene pasteles, galletas, bocadillos de los que yo no puedo comer, batidos de chocolate y de fresa, refrescos… ¡Cuantas cosas caben en esa nevera!

-Señora, señora, jai lah (por favor) ¡¡tengo hambre!!

Mi cara tenía que ser un poema, y aunque lo primero que hizo fue agarrar con fuerza el bolso y meterse la cartera en el pecho. Yo tampoco me hubiera fiado de alguien con mi apariencia. Enseguida me dio un vaso de chocolate y un pastel.

- Pobre hijo, a saber cuántos días lleva sin comer. Decía mientras seguía apretando el bolso entre su cuerpo y el brazo. La tarde pasaba lenta tendido al sol. El Astro Rey, pausadamente se tornaba rojizo. La playa poco a poco se quedaba vacía. Encarnita, muy cariñosa, me preparó una bolsa que me entregó justo después de recoger la hamaca, el bolso, la nevera azul, la toalla, la sombrilla, los flotadores y a los dos niños; ¡jamás hubiera adivinado la habilidad que demostró la oronda señora para salir de la playa cargada con todo aquel bagaje! Cuando me quedé sólo, y solucionado el problema de la cena, decidí que sería buena idea buscar un refugio donde poder pasar la noche. No disponía de dinero, y aunque lo hubiese tenido, era menor y nadie me alquilaría una habitación, deambulé arriba y abajo en busca de algún sitio seco y a cubierto; no conocía la ciudad por lo que no me atreví a alejarme mucho. Encontré un hueco bajo la escalera que aquella misma mañana me había conducido hasta la arena. Apañé unos cartones que encontré junto a un viejo almacén, serian mi colchón, mi manta y mi techo Antes de dormir me arrodillé y recé dando gracias a Alá y a su profeta por haberme guardado en el día de hoy: ”Loa a Dios, dueño del Universo. El Clemente, El Misericordioso. Soberano en el día del juicio. A ti es a quien adoramos. De ti es de quien imploramos socorro. Dirígenos por el camino recto…¡¡Y gracias también por Encarnita!!”.

Aquella noche pasé miedo, mucho miedo, era mi primera noche sólo, me arropó el sonido de las olas rompiendo contra la roca y el viento arrulló mi sueño. “Él es quien os da la noche como manto y el sueño para el reposo. Ha dado el día para el movimiento (Corán 25,49)”.

Juan, Ton y Pilar ya están metidos en plena fiesta. Resulta gracioso ver como este grupo de fiesteros de botellón intenta bailar sevillanas. Siempre les ha dado igual, viven despreocupados. La plaza de la ermita está repleta de gente, parece que ya no cabe nadie más, pero aún cientos de personas ataviadas al modo andaluz siguen llegando al recinto, entre canciones y músicas, con la esperanza de tomar algo frio en el bar de la explanada. Todo está abarrotado, entre empujones, algún que otro pisotón, una que otra disculpa y varias sonrisas, por fi consigo alcanzar a esta banda de desgarbados que tengo como amigos.

-¿Qué hacías en el muro?

- Nada, hace un día muy claro y estaba mirando.

-Siempre estás pensando en lo mismo. ¿Por qué no te decides y ya que eres mayor de edad pasas un día a ver a tus hermanos?

-Sí, si lo haré cuando pase el verano.

Realmente se trata de una escusa. Dentro de mí albergo una serie de sentimientos encontrados. Por una parte ansío ver a mis hermanos; a mi madre, no lo se, nunca entendí su reacción y la última imagen que quedó impresa en mi retina. Y a mi padre, mejor no hablar. La fiesta sigue hasta tarde, música, amigos y tiempo, todo el tiempo del mundo para ser feliz. El día es largo y la noche seguro que dará para mucho.

La luz se cuela entre las rendijas de mis cartones, desgarrando mis ojos como afiladas dagas. Aún quedan telarañas que enturbian mis pensamientos. No muy lejos se oyen voces, cierro los ojos y afino el oído, pero de nada sirve, hablan otro idioma y yo sólo se cuatro o cinco palabras. Las que aprendí en las calles para sacarles unos francos a los turistas que los fines de semana venían a comprar al zoco de mi medina. Aún es muy temprano, varios operarios vestidos con monos de amarillo chillón recorren la playa recogiendo la basura que los bañistas dejaron el día anterior; una gran máquina les acompaña para cargar las bolsas llenas de desperdicios. Las gaviotas hacen picados disputando los restos al personal de limpieza. Cuando los pájaros se acercan demasiado, los hombres gritan algo, que suena a improperios, haciendo aspavientos para espantar a las atacantes. Antes de levantarme, desde mi improvisada cama, exploro el paisaje; cerca hay una ducha, y un poco más lejos un grifo. Algo más allá veo una caseta de madera marrón que aún permanece cerrada. Por la pasarela de madera, que llega prácticamente hasta la orilla, las palomas picotean como locas.

Un hombre vestido con ropa deportiva, corre a lo largo de la playa. Siguiendo la acera empedrada en la zona baja de la muralla, una chica con una camiseta naranja de tirantes y una maya negra; oye música con unos auriculares que lleva conectados a una bolsa en el brazo, mientras estira y hace calentamientos. Instantes después, un grupo de soldados corre a la vez que canta, relevándose para llevar un poste de teléfono. Aquí todo el mundo corre. Es hora de levantarme, a lo lejos se oye el Al-Dan, debo cumplir mi obligación con Él. Me dirijo al grifo para realizar el “wudo”. Primero me lavo las manos hasta las muñecas tres veces, otras tres veces me enjuago la boca. Después aspiro, también tres veces, un poco de agua por la nariz y me sueno con la mano derecha. El mismo número de veces me lavo la cara desde la frente hasta el mentón. A continuación le toca a mi antebrazo derecho. Me paso las manos mojadas por el cabello de adelante hacia atrás. Ahora me limpio las orejas, y finalmente me lavo los pies, empezando por el derecho. Ya estoy listo: “Dios es el más grande. Doy testimonio que Muhamad es el Profeta de Allah. Venid a la oración. Venid al éxito. Dios es el más Grande, Dios es el más Grande. No hay más Dios que Allah”.

Finalizadas mis devociones, el estómago me recuerda que aún no he cumplido con mis obligaciones; no me queda ni una miga de lo que ayer me dio Encarnita. Voy a ver como apaño el desayuno, no tengo ni una moneda, daré un paseo por la ciudad a ver como “me busco la vida”. A penas comienzo a subir la escalera, en la tramo superior, apoyados con los brazos en las barandillas, hay un grupo de seis o siete chicos; hablan bastante alto, casi gritando, los entiendo, hablan dariya, como yo. Llevan puesta ropa deportiva, unos usan gorras con la visera hacia un lado, dos de ellos se cubren con la capucha de la sudadera. No me ofrecen mucha confianza, aunque sin quitarles ojo, procuro pasar entre ellos sin mirarlos.

-¡Oye tu!, me dice el que está más abajo. ¿Eres de aquí?

-No, vivo, bueno mi familia es de Fdineq, a las afueras, en dirección Restinga.

-¿Has venido con tu ebá?

-No he venido sólo, estoy en casa de mi yeddi (abuelo).

-¡Sí tío!, por eso te hemos visto durmiendo en los cartones.

En ese momento, pensé en salir corriendo, pero no creo que hubiera llegado muy lejos, entre el viaje en los bajos del camión y lo duro que esta noche estaba el suelo la pasada noche, no tenía yo el cuerpo para muchos esfuerzos. -Se ve que eres nuevo aquí, ¿a dónde vas ahora?

-Tengo hambre, voy buscar algo.

-Y ¿dónde vas a buscar? ¿Conoces Ceuta?

-No, ya me apañaré.

-¡Anda ven con nosotros! Vamos a “pillar” algo al centro y después nos acercamos probar suerte al puerto. Me llamo

Mohamed, pero estos me dicen Momo.

-De acuerdo, ¡vale! Yo soy Yasser.

Nos dirigimos, siguiendo el paseo marítimo, en dirección a la Catedral; después atravesamos una plaza bordeada por setos. A la sombra, nos entretuvimos un rato al oír la música que servía de banda sonora a un grupo que bailaba “break dance”; que por cierto, no lo hacían nada mal. Seguimos hasta el final de una calle comercial y poco después, llegamos al semáforo que hay, justo, frente a la esquina del mercado. En la pequeña plazuela resguardada por frondosos árboles, un grupo de personas jugaban al ajedrez en varias mesas de mampostería rematadas con tableros de mosaico ajedrezado. Aparcados, a pocos metros, había dos coches de policía. Intentamos pasar desapercibidos, por lo que accedimos al interior por una puerta lateral, bajamos las empinadas escaleras y nos entremezclamos con el gentío que hacía sus compras del sábado. Momo se desenvolvía en este ambiente como pez en el agua. Era un líder nato, organizaba magistralmente al grupo que, con la agilidad que para sí quisiera algún prestidigitador, conseguía día tras día satisfacer nuestras necesidades y algún que otro pequeño capricho. Los días se sucedían monótonos uno tras otro, entre pequeñas correrías transcurrió algo más de un mes y llegado el mes de “gusht” (agosto), se respiraban aires de fiesta; grandes camiones cargados con alegres atracciones y columpios inundaban los terrenos de la gran explanada, donde poco a poco crecía una pequeña ciudad de llena de alegría, de luces de mil colores y estridentes músicas que sonaban por doquier. Como críos que éramos, aquel mundo nos deslumbraba; los ojos se nos iban detrás de los coches de choque, de la montaña rusa, de las casetas de tiro …, pero la dura realidad no nos abandonaba jamás; debíamos seguir procurándonos la supervivencia, de modo que, esquivando las zonas más vigiladas, aprovechábamos los descuidos de la gente para procurarnos algo de dinero. Momo dirigía y vigilaba la llegada de la policía, estaba en su salsa. Yusef y Rabet elegían las victimas y se encargaban de la distracción. Karim y Fahd se hurgaban en el bolsillo ajeno, mientras los demás sacábamos lo sustraído hasta otro lugar de modo, que en un momento, aunque sorprendieran a Fahd o a Karim, jamás llevaban nada encima. Éramos todo un equipo. Éramos ¡¡EL EQUIPO!!

No nos iba nada mal pero, terminadas las fiestas, con el tránsito de los feriantes a la Península, vimos la oportunidad de dar el salto definitivo, aquella que vi frustrada con el inoportuno frenazo del camión que me arrojó al asfalto. Teníamos muy estudiados los accesos a la zona de embarque, conocíamos los horarios de los barcos incluyendo, por supuesto, sus retrasos, habíamos descubierto cuando las revisiones eran menos estrictas. Prácticamente lo teníamos todo estudiado y nada podía salir mal, así que decidimos que al día siguiente nos colaríamos en el puerto y después de que le hubiesen pasado la revisión nos esconderíamos en los bajos de los camiones tal y como ya había hecho cuando pasé hasta Ceuta. ¡Qué noche tan larga! El tiempo transcurría perezoso. Intentamos descansar pero fue imposible pegar ojo. Muy temprano nos encaminamos hacia al puerto, pertrechados con nuestras pequeñas mochilas que habíamos comprado en “los chinos”, en ellas no cabía gran cosa, pero eran lo suficientemente grandes para albergar todas nuestras ilusiones.

Formábamos un singular ejército armado con mil sueños, esperanzas y planes de futuro. Todo marchaba como habíamos planeado. Escamoteados entre los almacenes que hay cruzando la avenida, desde donde podíamos ver el atraque de los barcos, el corazón parecía marcar el paso. Al ver que entraba de turno aquel policía rechoncho, con bigote, la gorra un poco ladeada hacia la izquierda y eterno cigarrillo en la boca, decidimos que era la hora. Con un fuerte apretón de manos y un golpe de pecho al abrazarnos, nos deseamos suerte y nos despedimos hasta que nos volviéramos a ver al otro lado. Todo transcurría como la seda, no en vano Momo lo había planeado. Primero les llegó el turno a Yusef y Karim; vimos como, ágiles, se deslizaban y sorteaban la reja, justo en el punto donde días antes habíamos despuntado las lancetas de la valla. Poco después, arrastrándose por el asfalto, conseguían alojarse en la caja del camión que transportaba al “Barco Vikingo”. Los siguientes éramos Rabet y yo. Sigilosamente seguimos sus pasos, nos detuvimos junto a la base de una gran farola, inspeccionamos la ruta y, en segundos, como serpientes, totalmente pegados al sucio suelo, formábamos parte de los bajos de un camión de alegres colores e intentamos acomodarnos lo mejor posible, aprovechando el tiempo para camuflarnos con los elementos propios del monstruo. Lo más difícil estaba hecho, sólo quedaba llegar al otro lado y antes del control escamotearnos y encontrar la forma de salir a la ciudad. Ahora lo único que debíamos hacer era intentar tranquilizarnos y tener cuidado de no delatarnos. Pasó algo más de una hora, nos alertó el sonido de la puerta del camión al cerrarse, sonido del motor, resoplidos al soltar el freno, esta rutina ya me era familiar y tras cinco minutos de espera, por fin nos pusimos en marcha. Avanzamos unos pocos metros y nos detuvimos justo al pasar unos sucios edificios.

¡¡Roco busca, busca!! Antes de darme cuenta un perro pastor alemán, ladraba como un desesperado a apenas un metro de mi cara. ¡¡Baja, sal de ahí!! Ordenaba un guardia. Me quedé inmóvil esperando que, aunque el perro me hubiese delatado, el policía no descubriera mi escondite, incluso, aunque esté mal decirlo, ansiaba que descubrieran a mi compañero y Roco se diera por satisfecho. De “sorbetón”, un guante, negro y rasposo, me agarró fuertemente del brazo, yo me resistí pero no hubo forma, en pocos instantes me tenían fuera del camión y aunque intenté resistirme y zafarme, lo único que conseguí que escapara fueron dos lagrimones de impotencia y unos moratones que me duraron varias semanas.

Contrariado, dolorido y triste, pensé que mi próximo destino me llevaría de vuelta a Fdineq. Sentado en la parte trasera de un coche patrulla, intentaba comprobar que suerte habían corrido mis compañeros, miraba de soslayo, para no levantar sospechas. A paso muy lento, nos pusimos en marcha y ya me parecía ver las luces de la frontera, indudablemente nos encaminábamos en aquella dirección, pero repentinamente el coche cambió el sentido de la marcha dirigiéndose al centro de la ciudad, en pocos minutos me encontraba en un despacho de la comisaría, en el que me hicieron preguntas, a las que no contesté aunque muchas de ellas ya las entendía, intentando retrasar mi vuelta a Marruecos. Cuando dieron por finalizado el interrogatorio me sacaron del despacho, y allí, sentados en las duras sillas de plástico azul, esperaban varios chicos, entre ellos descubrí a Rabet y Fahd, que curiosamente sonreían.

No nos dejaron hablar entre nosotros pero cruzamos miradas cómplices, parecía que el resto del “Equipo” había corrido mejor suerte. Uno tras otro siguieron el mismo trámite, y tras terminar con nosotros, nos volvieron a meter en dos furgones patrulla, que esta vez atravesaron la ciudad, siguiendo el Paseo de La Marina y se encaminaron, cansinos, hacia la cima del Monte Hacho, donde tomaron un desvío por una estrecha y bacheada carretera en dirección a una gran casa. Ante la puerta, esperamos unos minutos. Alcanzamos a ver como pesada cancela negra, rechinando, comenzó moverse dejando paso a un patio fuertemente iluminado. Al bajar del vehículo, los agentes nos hicieron formar fila al pie de la escalinata, mirando de frente hacia la gran casa. Realmente no sabía que estaba ocurriendo.

(CONTINUARÁ...)
 

Imprimir noticia 

Volver
 

 

Portada | Mapa del web | Redacción | Publicidad | Contacto