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OPINIÓN - MARTES, 4 DE ENERO DE 2011

 

OPINIÓN / EL OASIS

Cosas del fumar
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

La prohibición de fumar está generando discusiones a granel. Y los debates televisados al respecto están a la orden del día. Lo cual, debido a que fui un niño nacido en la posguerra, me ha hecho recordar las dificultades que tenían los pobres, que eran mayoría absoluta, para fumar en aquellos entonces. Pues el tabaco se racionaba y dada la hambruna existente, los poseedores de la cartilla de racionamiento no tenían más remedio que vender su cupo para obtener unas perras con las que poder poner la olla durante unos días. Luego, en vista de que quedaban sometidos al mono clásico de los enviciados en el arte de tragarse los humos, compraban cigarros sueltos. Pero pagándolos a un precio superior. Aunque a plazos. Tampoco faltaban los que, amparándose en la noche, recogían las colillas que otros iban tirando.

En mis primeros años de bachiller, casi todos mis compañeros de clase fumaban cigarrillos de matalahúva. Y lo hacían, a escondidas, en las afueras de la ciudad. Una vez, para no desentonar, di dos o tres caladas a un pitillo y me sentí mareado y preso de un sudor frío muy desagradable. Y juré que nunca más fumaría. Eso sí, siempre soporté con estoicidad mi situación de fumador pasivo. Así que jamás emití la menor queja cuando me tocó verme rodeado de fumadores por doquier. Cierto es que la práctica del fútbol, desde que pude mantenerme en pie, me hizo mucho bien para no caer en la tentación de echarme a pecho el humo del tabaco. Que era la frase que más se oía entre los fumadores incipientes. Como fiel demostración de que ya dominaban el arte de fumar.

Porque saber fumar, lo que se dice fumar con arte, no es tarea fácil. Por tal motivo, un día le dije a Sara Montiel, cuando estaba casada con Pepe Tous, editor de ‘Última Hora’, periódico vespertino de Mallorca, que yo me caí de boca por ella viéndola fumar en pipa en el ‘Último Cuplé’. Y diciendo lo de fumar es un placer, genial, sensual. Y Sara, ante la presencia de su marido y de Antonio Seguí, constructor y presidente del equipo bermellón, se reía de mi requiebro.

Todavía, después de muchos años transcurridos, a mí me sigue encantando ver a una señora fumar con ese estilo inconfundible que tienen las señoras que saben hacer de tal vicio un ejercicio tan atractivo. Confieso que soy muy dado a observarlas. Y mucho más si son capaces de saber estar sentadas como mandan los cánones de la mejor distinción.

A mí me tocó vivir una época en la cual, amén de los actores de cine y teatro, toreros y otras personas pertenecientes a profesiones donde los nervios abundan, fumaban los entrenadores de fútbol. Los había que se quemaban durante los partidos. Y era peligroso sentarse con ellos en el banquillo. Fumaban y encima llegaban ebrios a la cita. Estimulados en exceso para evitar los nervios que a veces le hacían perder la noción del tiempo y del sitio en el cual estaban. De esos entrenadores, algunos tenidos por grandes, podría contar anécdotas que harían las delicias de los lectores. Por más que en ellas estarán siempre presentes los dramas de los que decidieron vivir de una profesión a la que acudían drogados para resistir el envite. La costumbre de fumar en los banquillos se perdió. También se ha perdido el imaginar sobre la marcha para resolver los problemas que van surgiendo durante los partidos. Y no creo que sea debido a ninguna ley contra la sapiencia futbolística.
 

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