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OPINIÓN - DOMINGO,9 DE ENERO DE 2011

 

OPINIÓN / EL OASIS

Enfermos de la envidia
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

En “El español y los siete pecados capitales”, y en el capítulo correspondiente al sentimiento de la envidia, Fernando Díaz-Plaja, autor del libro, comienza así: “Parece mentira que el pueblo más generoso del mundo sea probablemente el más envidioso; una de las tantas paradojas del alma española”. Y nos invita a leer “El Hospital de los podridos” -entremés de Cervantes-, debido a que en él aparece una serie de gente que odia a otros por los más variados pero siempre absurdos motivos. Por estar enfermos de la envidia.

Oscar Wilde, dandi irlandés, tan atiborrado de ingenio, como tildado de cínico, sufrió en sus carnes la envidia por ser singular en su época. Y pensaba así al respecto: “Es muy fácil soportar las dificultades de nuestros enemigos. Lo que es difícil de soportar son los éxitos de nuestros amigos”.

La envidia, la que según Quevedo va tan flaca y amarilla porque muerde y no come, deja huellas evidentes en quienes no la pueden superar. A los envidiosos se les nota a la legua el desgaste que semejante penar les ocasiona. Los envidiosos no tienen que serlo de personas que gocen de fortunas grandes o de cuerpos inmaculados. En absoluto. Para estar enfermo de la envidia basta, parafraseando a Cervantes en el entremés reseñado más arriba, el que una mujer hermosa esté caída de boca por un hombre calvo y con los ojos arrasados y necesitados de lentes gruesas. O bien, porque un señor bajo de estatura lleve diez años gobernando una ciudad en la que sus habitantes le siguen votando porque les da la real gana.

Del señor bajo de estatura suelo yo quejarme en privado. Cierto es que no hablo nada en su contra que no le haya dicho ya a él, en su momento. Y expongo sus defectos, claro es, sin el beneplácito de quienes me oyen en tales ocasiones. Los cuales suelen tacharme de repetirme, en algunas sobremesas, en críticas que ellos consideran tan pasadas de moda como aburridas. Y no dudan en fruncir el ceño en cuanto principia mi actuación.

Pero el señor bajo de estatura, dicho lo de bajo sin el menor sentido peyorativo -pues serlo es una condición que bien aprovechada es hasta premiada con un Balón de Oro-, dado que es inteligente, sabe que mi publicitada inquina contra su persona no dejar de ser una pose carente de dificultades. Y es así, porque, aunque quisiera, ya no puedo ser enemigo suyo. Ni de él ni de nadie. Por razones obvias.

Los enemigos de Vivas son sus amigos. Los que han presumido de serlo durante muchos años. Los mismos que llevan ya tragando quina desde hace una década porque no soportan sus éxitos. Los éxitos de un señor que, a la chita callando, un buen día decidió participar en la política activa, tras haber estudiado detenidamente cómo eran sus adversarios. Y cayó en la cuenta de que eran perdedores a tiempo completo. Y hasta hoy. Un hasta hoy que tendrá una continuación de cuatro años más.

Sí, ya sé que ustedes estarán pensando en que el mejor amigo de Vivas era Aróstegui. Y puede que lo siga siendo. Ya que Vivas no suele desechar amistades. Pero hay más amigos de JV, de toda la vida, que no soportan sus éxitos. Uno de ellos es aún más peligroso que él que empieza a ser conocido también por el sobrenombre de ruina. Por destruir cuanto toca. Me refiero a uno que quiso ser alcalde y ahora se cree que es Bobby Deglané.
 

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