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OPINIÓN - JUEVES, 3 DE FEBRERO DE 2011

 

OPINIÓN / EL OASIS

Duda tremenda
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Hay una semblanza escrita por César González-Ruano, dedicada a la muerte de Agustín de Foxá –escritor, noble, rico, envidiado, y que aún se le sigue ninguneando su obra por sus ideas-, que es una joya de la literatura periodística. Fue publicada el 2 de julio de 1959 y la conservo como oro en paño.

Pero aun así, la página del ABC, encabezada por el siguiente título, Nacimiento de Agustín de Foxá, empieza a ponerse amarilla. Lo cual no me impide ver la cita que escribí en uno de sus márgenes, atribuida al maestro González-Ruano, cada vez que me da por leer la considerada pieza maestra de los obituarios.

Fue ayer, precisamente, estando una vez más embebido en la necrológica, cuando me resultó imposible no fijarme en la anotación marginal y que reza así: “El tonto a la hora de acostarse y quedarse solo consigo mismo, no se plantea que es tonto, duda tremenda que acompaña al inteligente hasta la muerte”.

Y pensé con celeridad pasmosa en una fecha: 12 de febrero de 1990. Día en el cual, acompañado por Juan Vivas, decidí presentarme en el despacho del entonces alcalde, Fructuoso Miaja, para comunicarle que renunciaba a mi empleo en el Instituto Municipal de Deportes. Vivas llegó a decir que nunca antes había visto a nadie renunciar a un empleo tan bien remunerado y estable.

Y creo que le respondí, más o menos, que lo hacía porque no podía seguir trabajando en un sitio donde sucedían cosas muy desagradables… A pesar de que mi proceder me dejaba sin empleo y en una situación calamitosa: tenerme que poner en la cola del paro, durante varios meses, para cobrar cuatro perras como desempleado. Cuando nunca antes había pasado por tan duro trance.

Desde entonces -como antes me había ocurrido también a la hora de tomar decisiones importantes, y me sigue ocurriendo-, suelo plantearme cada noche antes de caer en los brazos de Morfeo si no seré más tonto de lo previsto. Porque había que ser necio, necio de nacimiento, para renunciar a un magnífico empleo por el mero hecho de no querer participar en un organismo donde todo valía.

Valían las comisiones entre quienes deseaban repartírselas. Valían las compras…, sin que las mercancías aparecieran. Hasta que yo descubrí el truco del almendruco. Hubo hasta un barco, como dije días atrás, que nunca estuvo abarloado en ningún muelle de la ciudad. Y hubo momentos en los que estuve convencido de que, cambiando lo que hubiere de cambiarse, así debió ser el patio de Monipodio.

Algunos políticos de aquella época, cuyos nombres voy a omitir, por razones obvias, estaban al tanto de lo que en ese organismo pasaba. Pero les convenía para vivir una vida nueva. Entregados a disfrutar de secretarias complacientes y a derrochar dinero por doquier. Eran sibaritas de un momento único. De un momento tan intenso como placentero, vivido por arte de birlibirloque. Ya que entre dietas, comisiones, y venta de algún inmueble, podían realizarse como políticos profesionales.

Iván Chaves, muchacho, creo que te ha llegado ya la hora de que cada noche, al acostarte, te plantees si en realidad no eres más tonto de lo que pareces. Porque en mi caso, pese a que hay sentencia en la que se habla de erudición y enseñanza a los lectores, la duda sobre mi grado de necedad no deja de asaltarme.
 

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