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OPINIÓN - LUNES, 21 DE FEBRERO DE 2011

 

OPINIÓN / LAS NOTAS DEL QUIM

Los aviones
 


Quim Sarriá
quimsarria@elpueblodeceuta.com

 

Comenzaremos hoy hablando de los aviones.

Los aviones son esas máquinas con alas que vuelan ¿no?

Ya sabemos que antes de subir a un avión se han de hacer muchas cosas.

Primero vas a una agencia de viajes, o en el mostrador de la compañía aérea, para comprar tu billete de vuelo. Ya sabemos que hay otras formas de comprar ese billete.

También por Internet, aunque de esa forma puede que te quedes sin billete y sin dinero, pero éste es otro tema.

El vuelo sale a las 8 de la mañana y no tienes más remedio que levantarte a las 5 de la madrugada, ya que además la empleada de la agencia te ha dicho que debes estar una hora antes en el mostrador de facturación de la compañía aérea.

Te pasas la noche sin pegar ojo y cuando ya estás entrando en el verdadero sueño, ¡zas! El despertador comienza a gritar. El primer susto del día.

Arreglado y con el equipaje sales a la calle para coger el coche, si no tienes coche has de llamar a un taxi, difícil empeño a las 5 de la mañana.

A las 6 de la mañana ya estás en el aeropuerto y buscas el mostrador de facturación de la compañía aérea según el billete.

La larga hilera de mostradores está totalmente vacía. No hay nadie detrás pero delante hay mucha gente que van y vienen por el enorme aeropuerto, sin rumbo aparente.

A las 7 y pocos minutos ya hay alguien en la cola ante el mostrador de facturación, te pones y espera a que te toque tu turno.

Das una vuelta por el amplio vestíbulo de la terminal, ves que acaban de abrir el bar y decides tomarte un café con leche con un croissant. Te cobran como si hubieras comida tres platos a la carta. Ya empieza el derroche de dinero.

Ya estás ante una guapa azafata que te pide el billete y te dice que deposites la maleta en una larga tira de caucho que se pierde tras una pequeña puerta. Miras como hipnotizado que tu maleta se pierde tras la puertecita. Antes, la azafata le ha puesto un brazalete en las asas.

Te vuelve el billete tras arrancarte tres o cuatro hojas y te da una tarjeta de cartulina que se llama tarjeta de embarque.

Te dice que se entra al avión por la puerta 7 (ella dice gate 7 como si indicara un gato de 7 vidas) y te da las gracias con una gran sonrisa.

Te encaminas escaleras arriba para buscar tu puerta de embarque, poero antes has de pasar por otra puerta, esta sin hoja, donde unos serios policías te registran hasta los huevos. Te hacen depositar en una caja todo lo que llevan tus bolsillos: la cartera, el dinero suelto, el reloj, el cinturón, etc. hasta te piden que te quites los zapatos.

Le pregunté si también me quito los pantalones. Como si todos fuéramos Bin Laden, ese el de Al Qaeda. ¿No te jode?

Una vez que has pasado esa puerta detectora de metales y otras cosas sueltas un suspiro potente y te metes en un largo y altísimo pasillo con unos ventanales que dan vista a las pistas y a los aviones aparcados.

Te pones a buscar y por fin encuentras la “gate” 7. Es un amplio salón donde hay unas cuantas personas sentadas y de pie.

El mostrador que está al lado de la puerta 7, digo “gate” 7, no tiene a nadie que atienda y algunas personas están haciendo cola ante el mismo.

Buscas un sitio donde sentarte porque te caes de sueño al haber dormido casi nada.

Al cabo de cierto tiempo, aparece una linda azafata con una sonrisa de oreja a oreja y comienza a recoger las tarjetas de embarque de la gente rompiéndola casi por la mitad después de haberte dado los buenos días y darte la bienvenida en dos idiomas.

Accedes al avión tras pasar por un túnel que da miedo, parecido a los pasillos de la celda de la muerte de ciertas cárceles americanas según vemos en las películas.

Ya en el avión, otra linda azafata con esa sempiterna sonrisa cruzándole la faz te indica dónde está tu asiento.

Un asiento estrechísimo que no permite el menor movimiento sin molestar al vecino que, para colmo, es una persona bastante gruesa.

El interior del avión huele a un cóctel de colonias que marea bastante, pese al aire presurizado, también huele algo raro, cuando te sientas, como a una especie de vómito gomero, de goma.

Cuando ya estás sentado, y el rutinario letrerito te exige abrocharte el cinturón, te entra unas tremendas ganas de orinar. De momento no puedes hacerlo mientras el avión no esté en el aire.

Al fondo otra azafata comienza a gesticular con los brazos en el socorrido comunicado de lo que hay que hacer cuando ocurra alguna incidencia... si vamos en caída libre ¿para qué servirá eso?

Cuando el avión comienza a rodar por la pista, algunos pasajeros se santiguan mientras otros se agarran a los brazos de su asiento de una manera tan rara, como el rostro totalmente pálido, supongo para que su culo no volara el asiento.

Ya estamos en el aire, los suspiros se multiplican por cien y entran ganas de ir al wáter, cosa que haces cuando se apaga el dichoso letrerito “abróchense los cinturones” en dos lenguas.

Entras en el lavabo después de sortear un par de piernas como columnas del templo de Ramsés II y andar de lado, como los cangrejos, por el estrecho pasillo.

Entras en el lavabo y el comienzo de la sensación de claustrofobia empieza a hacer mella en tu espíritu.

Cuando has terminado de orinar aprietas el botón para limpiar el wáter… ¡que susto!, el tremendo ruido de succión me hace agarrar mis partes ante el temor de que me las arranque y se las lleve por el desagüe. La cacofonía en tan reducido espacio es increíble.

Te lavas las manos y cuando quieres sacar la toallita para secártelas te encuentras con que se quedan atascadas en el pequeño buzón que las guarda.

Regresas a tu asiento tratando de sortear un carrito con bebidas y otras chucherías que dos azafatas ofrecen a los pasajeros. Es totalmente imposible y has de retroceder hasta el fondo esperando a que terminen.

De nuevo en tu asiento, tras volver a salvar las dos enormes piernas como columnas del templo de Ramsés II, te das cuenta de que te has sentado sobre un vaso de plástico que el vecino gordo se ha dejado medio vacío.

No dices nada porque, si lo dices, el avión revienta.

El gordo que tengo a mi lado ronca como un cerdo jabuguero y me tienta a “enchufarle” el vasito de plástico en todo el mofletudo morro.

Las azafatas van y vienen por el pasillo con la sonrisa clavada en sus rostros, me pregunto si cuando terminen su jornada y regresen a sus respectivas casas se darían masajes en la cara de tanto sonreír y tener los músculos atenazados… ¿no se considerará enfermedad profesional?

Por fin avisan de que vamos a aterrizar.

El estruendo que hace el avión al tocar la pista del aeropuerto asusta a algunos pasajeros, los mismos que al principio, y sus manos se engarfían sobre los brazos del asiento mientras sus ojos se engrandecen por el terror.

Cuando ya está rodando sobre la pista, algunos pasajeros irrumpen con aplausos y sonrisas de alivio.

Un rato después y tras algunas maniobras por fin consigues descender.

Un autobús te conduce a la terminal de equipajes donde debes recoger la maleta y tras una larga espera consigues retirar la tuya.

Acabas de salir de la terminal y te encuentras con una larga serie de filas de taxis. Coges uno y llegas al centro de la ciudad.

Mejor hubiera cogido el AVE. Entre que te levantas, te desplazas al aeropuerto, coges el avión, vuelas, aterrizas, atrapa un taxi y llegas a tu destino han pasado 6 horas y quince minutos.

Con el AVE hubieras tardado 3 horas y cincuenta y cinco minutos, sin hablar del precio del pasaje.

El vuelo era de Barcelona a Madrid, así que… ¡chínchate!
 

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