| 
                     Semana atrás, creo que me referí a 
					que el hombre pasa por tres fases: juventud, mayoría de edad 
					y “tener un aspecto sensacional”. Lo último es lo que nos 
					suelen decir los demás, en plan caritativo, a quienes hemos 
					cumplido muchos años.  
					 
					Ayer, cuando me topé con un conocido a quien no veía desde 
					los tiempos en que Francisco Fraiz iba de alcalde 
					conquistador, éste no tuvo el menor inconveniente en 
					largarme la frase tan de moda: “Tienes un aspecto 
					sensacional, Manolo”. Y se quedó tan pancho.  
					 
					Hablo de una persona que debe de andar bordeando los sesenta 
					años. Y que cuando nos presentaron, allá en los tiempos de 
					Maricastaña, pesaba lo suyo; es decir, pesaba lo suyo no 
					porque disfrutara de un cargo destacado, sino porque comía 
					con avaricia y trasegaba whisky sin medida; y, claro es, 
					dejó de pesarse para no asustarse. Ahora, al verle tan 
					delgado, tan escurrido de carnes, mi conocido tuvo que ver 
					la sorpresa reflejada en mi cara, y no dudó en contarme el 
					motivo del cambio físico que se había operado en él.  
					 
					“Mi nueva imagen se la debo a que me dio un infarto hace 
					tres años. Desde entonces, me impuse un régimen draconiano. 
					Nada de grasa, nada de sal, nada de alcohol excepto un 
					vasito de vino tinto con el queso. ¡Al principio, qué 
					depresión! La idea de que tenía que privarme de todo a mi 
					edad para tener una oportunidad de envejecer vivo me parecía 
					absurda. Y me decía: prefiero cascar en seguida que vivir 
					como un asceta. Obraba como un niño: incluso entraba en un 
					bar para engullir un bocadillo de manteca con lomo con dos o 
					tres vinos. Me di cuenta de mi infantilismo cuando empecé a 
					recuperarme físicamente. He recuperado el gusto de la 
					actividad, del trabajo, el sabor de las pequeñas alegrías de 
					la vida. Y comprobé, sobre todo, que yo representaba una 
					catástrofe para mi familia. No tenía por qué destrozar la 
					vida de mi mujer y de mis hijos con mi mal humor perpetuo. 
					Además, mi irresponsabilidad hacía correr a todos unos 
					riegos absurdos”. 
					 
					Tras oírle atentamente, y mostrarle mi satisfacción porque 
					hubiera sido capaz de sortear su dolencia con enorme 
					sacrificio y con tan buenos resultados, mi conocido y yo nos 
					fuimos a comer. A fin de poder hablar de nuestras vivencias 
					en esta ciudad. De una ciudad que él abandonó hace ya 
					bastantes años, aunque nunca ha dejado de estar al tanto de 
					cuanto ha venido aconteciendo en ella. Pues me dice que es 
					asiduo lector de los periódicos locales, por medio de 
					Internet.  
					 
					Y a fe que pronto entendí que decía verdad. O sea, que se 
					sabía vida y milagros de todos los políticos y hasta no tuvo 
					el menor inconveniente en contarme hechos relacionados con 
					la clase política e ignorados por mí. De manera que la 
					comida, frugal para él, por necesidad; y también para mí, 
					para evitarle al conocido cualquier tipo de tentación, 
					transcurría por cauces tan divertidos como agradables. 
					Incluso quise apreciar en mi conocido un punto de cordura 
					que nunca antes había sido muy dado en él. Ya que otrora, 
					cuando menos se esperaba, se ponía a disparatar como un 
					poseso. 
					 
					Pues bien, en esas estábamos, cuando de repente va el tío y 
					me dice, repleto de hieratismo:  
					 
					-Manolo: debo asegurarte que tu nombre aparecerá en la lista 
					electoral que ha confeccionado el Partido Popular. -Y me 
					quedé de piedra. 
   |