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                     Pertenezco a la cofradía de 
					quienes escriben diariamente una columna. De manera que me 
					acuesto pensando en lo ya escrito y me levanto dándole 
					vueltas a todo lo ocurrido con el fin de elegir un tema del 
					cual escribir nuevamente.  
					 
					Es decir, que me paso la vida deseando que alguien diga algo 
					interesante, o todo lo contrario, para opinar sobre ello. 
					Eso sí, midiendo mucho las palabras no vaya a ser que 
					moleste a cualquier individuo de la ciudad que cuente con 
					suficiente respaldo como para que trate de perseguirme como 
					dicen que perseguía en el siglo XIX el fiscal de imprenta de 
					Madrid: un tal Mendo.  
					 
					En ocasiones, y debido a que uno no se acaba de acostumbrar 
					a sufrir reveses por nimiedades provincianas, suelo 
					rebelarme el tiempo justo para terminar reconociendo que 
					tampoco es conveniente exigirles nada a otras personas. 
					 
					Superado ese mal momento, me prometo varias cosas. Una y muy 
					principal es hacer todo lo posible por escribir cada vez 
					peor para ver si de esa forma suelo pasar mejor los 
					controles correspondientes. Porque vengo observando que 
					suele ser más rentable y socorrido escribir en periódicos 
					con la prosa desquiciada por las hormonas del desorden. 
					 
					Así, o sea, haciendo escritos tan confusos como tortuosos, 
					seguramente podré colar de vez en cuando que lo que está 
					haciendo Fulano me gusta más o menos o bien que no me gusta 
					en absoluto. Aunque el dichoso Fulano sea especie protegida 
					por vaya usted a saber qué extraña regla de tres. Porque 
					estoy convencido de que nadie va a entretenerse entonces en 
					leer lo que es, sin duda, ininteligible. Y lo que no se 
					entiende no puede ser objeto de cortapisa alguna.  
					 
					Por ejemplo: ahora mismo estoy deseando escribir mucho y 
					bien de José Antonio Carracao. De quien no dije ni 
					pío durante el tiempo de antesala de la campaña electoral. 
					Pero prefiero abstenerme antes de tener que hacerlo con una 
					prosa de trastornos varios. Que es la única manera posible 
					de asegurarme la tranquilidad. 
					 
					Días atrás, un político que antes parecía andar siempre 
					pidiendo permiso para hablar, quizá para hacernos creer en 
					su fingida humildad, me pidió insistentemente que yo 
					escribiera a favor de su partido. Y pegué un respingo 
					enorme. Y ante semejante reacción, el hombre se vio obligado 
					a decirme que no me agitara. Aunque yo aproveché mi fingida 
					subida de tono para mostrar toda mi desfachatez.  
					 
					Todo el descaro que me permite a mi edad poner los pies 
					encima de cualquier mesa si el de enfrente me pierde el 
					respeto. Ya que entonces suelo aplicar la máxima que le 
					atribuyen a un militar de alta graduación: A los que me 
					quieren, los quiero; a quienes no me quieren, que me 
					respeten; y a los que no me respetan… tengamos la fiesta en 
					paz.  
					 
					En fin, si escribir en una ciudad pequeña, de asuntos que 
					únicamente le conciernan a ella para despertar mayor 
					interés, es tarea difícil, más difícil es hacerlo sabiendo 
					que uno está siempre en el mejor de los casos en libertad 
					vigilada.  
					 
					La cual me obliga a transitar por dos únicas sendas; una, 
					escribiendo tan mal como para que el camino se me allane; o 
					bien poniendo todo el empeño del mundo para gustarles a 
					todos. Y no es eso. No es eso.  
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