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                     El viernes decidí salir de mi 
					reclusión domiciliaria deseada, tras miércoles y jueves 
					dedicados a reflexionar sobre el estado de aburrimiento que 
					ha de soportar uno viendo cómo transcurren los días en los 
					que solamente se viene hablando de listas electorales y de 
					propuestas políticas que nunca se verán cumplidas. Verborrea 
					electoral.  
					 
					Parafraseando a Enrique Tierno Galván, diré que yo 
					estoy convencido de que las promesas electorales son, 
					mayoritariamente, mentiras electorales. O bien lo que decía 
					un articulista afamado: Cuando un político promete algo, 
					hace como los niños: añade mentalmente, “si puedo”. Y el 
					hombre se queda tan tranquilo. Más o menos con la cabeza 
					“bajeando”…, es decir, vaheando. O sea, expeliendo vaho o 
					vapor, como si fuera una olla de presión, debido al esfuerzo 
					realizado para pronunciar el si puedo… 
					 
					Quien se ponía de los nervios cuando llegaban las campañas 
					electorales, y con ellas las promesas, era Julio Anguita 
					González: el conocido como El Califa de las Tendillas 
					cordobesa no se paraba en barras a la hora de definir a los 
					políticos en sus tiempos de actividad como dirigente de 
					primera fila: “La mayoría de los políticos son analfabetos”. 
					Y se quedaba tan pancho. En realidad, Julio Anguita era un 
					exagerado. Porque le hubiera bastado proclamar que político 
					puede ser cualquiera. Basta que acredite estar en posesión 
					de un título, aunque esté guardado en el cajón de la mesita 
					de noche, o que haya sido animador de vecinos en cualquier 
					barriada, o bien que demuestre que lleva pegando carteles en 
					el partido desde que vestía pantalón corto o siendo 
					faldicorta; entiéndase que las mujeres también tienen 
					derecho a medrar por medio de ese sistema tan socorrido: el 
					de pegar carteles…  
					 
					Como siga largando se me va olvidar continuar diciendo, que 
					es el motivo de esta columna, que el viernes salí de la 
					cueva para patearme la mañana, convencido de que habría 
					mucho ambiente por el centro de la ciudad. Y a fe que acerté 
					de pleno. Pues por delante de mí fueron desfilando lo más 
					granado de la política popular ceutí y melillense.  
					 
					Y lo primero que se me vino a la memoria, viendo a ambos 
					presidentes, con sus respectivas comitivas, por aquello de 
					que uno es un poco retorcido, fue la figura de José 
					Fernández Chacón. A quien la presencia de Juan José 
					Imbroda en Ceuta no le habría hecho mucho tilín. Y es 
					que, según tengo entendido, Fernández Chacón e Imbroda 
					mantuvieron tan malas relaciones, siendo el primero delegado 
					del Gobierno en Melilla, como la madre de Andreíta 
					mantiene con Jesulín de Ubrique.  
					 
					Desde entonces, vamos, desde que yo me enteré de semejante 
					desavenencia, y debido a lo bien que me cae el delegado del 
					Gobierno, empecé a mirar torcidamente al presidente de la 
					Ciudad de Melilla. Y el viernes, cuando me tropecé con los 
					dos presidentes, Vivas e Imbroda estuve tentado de acercarme 
					al segundo para disculparme por algunas columnas repletas de 
					malaleche que tuve a bien dedicarle. Pero me fue imposible. 
					Porque cuando estaba dispuesto a abordar a Imbroda, se vino 
					hacia mí mi siempre estimado Abdelhakim Abdeselam, 
					número nueve de la lista electoral del PP, para saludarme y 
					de paso presentarme al vicepresidente melillense, 
					Abdelmalik El Barkani. Y terminamos hablando de 
					Aróstegui. Para variar. 
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