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                     Hemos convertido la vida en un 
					supermercado, donde todo se compra y se vende y se 
					interconecta por lo que uno vale, como objeto de deseo o, si 
					quiere el lector, como género de uso. Es catastrófico tener 
					que vivir así, con el abecedario del lucro en los labios y 
					de la ganancia a cualquier costo, sin poder conocer el valor 
					de la donación. Lo cruel es que en esta tienda no se 
					distribuyen los recursos al servicio de la vida y el 
					desarrollo; en todo caso, más bien al servicio de la 
					destrucción de la persona. El fraude, la trampa, la 
					imposición, todos ellos son productos que ahí están, muchas 
					veces justificándose, para el mayor provecho y el mayor 
					poder. Lo que nunca suele encontrarse en este local de 
					negocios, es el artículo de la ética, que es el único que 
					puede frenar el consumismo, el despilfarro, la dilapidación, 
					y otras artimañas contrarias al bien común. Albert Camus, ya 
					nos advirtió de sus efectos: “Un hombre sin ética es una 
					bestia salvaje soltada en este mundo”. Convendría considerar 
					el aviso, máxime si nos interesa la humanidad, o sea 
					nosotros mismos, a veces es cuestión de poner en práctica 
					fórmulas saludables de humanización.  
					 
					Resulta que los supermercados deshumanizadores y 
					sanguinarios están a la orden del día. El más boyante el 
					supermercado del sexo, que publicita modelos de vida que son 
					contrarios a la naturaleza más profunda del ser humano, pero 
					que no entran en crisis. La mujer y los niños son las 
					principales víctimas de este mercadeo. La demanda de la 
					pornografía es tanta, que el negocio está asegurado. Es un 
					mercado que hoy sigue creciendo como la espuma. Los 
					tratantes no tienen escrúpulos y reclutan a sus presas, unas 
					veces mediante el cheque del engaño, otras mediante el 
					rapto, y en ocasiones abonando una cantidad ínfima a su 
					propia familia. Asimismo, está muy extendida la servidumbre 
					por deudas a estos traficantes de carne humana, casi de por 
					vida, que no tienen corazón y mucho menos moral alguna. En 
					esta cadena inhumana comercial, mujeres y niños son llevados 
					a la lonja por unas mínimas viandas, allí dentro se les 
					coacciona, injertándoles en vena el miedo en el cuerpo. A 
					partir de ese momento, son pura mercancía de una industria 
					mundial que mueve uno de los mayores beneficios, dominada 
					por grupos de delincuentes organizados, que suelen operar 
					con total impunidad. 
					 
					Todo este cúmulo de despropósitos generan verdaderos 
					desatinos. Lo cierto es que estamos rodeados por mil 
					supermercados del vicio y, por consiguiente, tenemos muchos 
					amos que nos dominan a su antojo, restándonos la libertad 
					que precisamos para poder ser nosotros mismos. Desde luego, 
					comparto con Charles Baudelaire, que “el más irreprochable 
					de los vicios es hacer el mal por necedad”. O sembrar el mal 
					por divertimento. Oponerse a la vida, violar la integridad 
					de la persona humana, torturar, comercializar con seres 
					humanos, son claros ejemplos de incultura, de barbarie, de 
					atraso, de ignorancia, de decadencia social. Ante estos 
					hechos reales, la pregunta surge de inmediato: ¿Podemos 
					dejar que esta sociedad enviciada nos venza, es decir, nos 
					avasalle y nos mercadee a su manera? Pienso que ha llegado 
					el momento de poner orden ante tantos desórdenes, pero no un 
					orden a base de venganzas, sino un orden sustanciado en el 
					bien. Considero que la resignación o el ceder, para nada va 
					a contribuir a que el supermercado se humanice. Todo lo 
					contrario, debemos extirpar los vicios cuanto antes. Ya se 
					sabe, tomar la idea cervantina de que la senda de la virtud 
					es muy estrecha y el camino del vicio, ancho y espacioso, 
					puede ser una buena manera de tomar aliento y estar en 
					guardia. 
					 
					La mejor protección siempre es el respeto. Uno tiene que 
					apreciarse asimismo. Sólo, de esta manera, se puede frenar 
					el aluvión de supermercados insensibles, que no se 
					reverencian ni ante los derechos humanos. Está visto que 
					cuando los que gobiernan, lo hacen sin moral, suele pasar 
					que los que obedecen pierden también la vergüenza. Y así, 
					una buena parte de la humanidad también se ha ido al 
					autoservicio de las fórmulas magistrales, como queriendo 
					despojarse de todos los dolores. De esta forma, surgió el 
					abuso de medicarse contra todo y para todo, sobre todo entre 
					las gentes del mundo del sobrepeso y la obesidad. También 
					este supermercado se mueve por el lucro, no iba a ser 
					diferente al sistema del dividendo, que don dinero 
					establece. En cualquier caso, los resultados de esta usura 
					no se han hecho esperar: buena parte de las enfermedades 
					infecciosas se han vuelto resistentes al arsenal terapéutico 
					que nos hemos metido entre pecho y espalda. La cuestión es 
					tan alarmante, que este año la Organización Mundial de la 
					Salud, coincidiendo con el día mundial (7 de abril), no ha 
					tenido más remedio que recordarnos que este uso inadecuado 
					de los fármacos ocasiona riesgos para la vida. Los excesos, 
					más pronto que tarde, pasan siempre factura, dejando un 
					futuro incierto. Debiéramos haber tomado por lección, lo que 
					ya recetó al mundo Sigmund Freud, al diagnosticar que “la 
					ciencia moderna aún no ha producido un medicamento 
					tranquilizador tan eficaz como lo son unas pocas palabras 
					bondadosas”. 
					 
					Consecuentemente, estimo que hemos de cambiar de 
					supermercado, y poner la bondad como principio de 
					transacción y el respeto por los demás como condición 
					apreciable. El someterse a un supermercado de ofensas es 
					despreciable. La vida no se ha hecho para mercadearla, sino 
					para vivirla, sabiendo que cada día es un pequeño sorbo de 
					fortaleza. Cerremos, pues, todas las tiendas que no 
					consideran al ser humano como una persona que precisa de la 
					atención de todos. Dejemos, al menos, que cada ciudadano 
					pueda forjar su propia grandeza como ser humano. Es lo menos 
					que se puede pedir. 
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