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                     En una de mis visitas a Barbate, 
					lugar donde me “estrené” como “maestro nacional”, además, 
					como propietario provisional, en la terraza de una céntrica 
					cafetería, me encontré con un antiguo alumno. Fue él el que 
					me reconoció. Habían transcurrido muchos años desde que él 
					formó parte de la matrícula de mi grupo. 
					 
					Gratos recuerdos vinieron a nuestras memorias. Anécdotas 
					curiosas, que él tenía más grabadas que yo, pero que poco a 
					poco se fueron incorporando a mi “colección”. 
					 
					Era obligado, por mi parte, recabar información sobre su 
					“curriculum” después de dejar la escuela. Me comentaba que 
					cuando nos dejó, por imperativo legal, al cumplir la edad 
					reglamentaria –catorce años- se planteó que cuál sería su 
					ocupación laboral. No quería incorporarse a la mayor 
					actividad de los jóvenes en aquellos momentos: la pesca, 
					todavía una ocupación floreciente, que movía a gran número 
					de trabajadores. Pero, a partir de los 70, se vive en el 
					pueblo una gran crisis económica. Las embarcaciones 
					tradicionales de pesca se tienen que sustituir por barcos de 
					hierro. Los caladeros de Marruecos se reducen. Ya no es 
					rentable la pesca. Buena parte del pueblo opta por 
					abandonarlo, en la búsqueda de nuevos asentamientos: 
					Alicante, Castellón, Tarragona, Barcelona… aunque, en 
					general, con la actividad de la pesca. 
					 
					Mi interlocutor me comentaba que, felizmente, él tuvo mucha 
					suerte, porque un vecino que era albañil le propuso el 
					puesto de ayudante y no se lo pensó. Así, que se vio 
					incorporado al mundo de la construcción, donde a la sombra 
					de su vecino, llegó a dominar los secretos de la misma. 
					 
					Cuando el azar me pone en contacto con este antiguo alumno, 
					habían transcurrido unos cuarenta años, así que él superaba 
					ya los cincuenta. Se había casado y tenía varios hijos, 
					Posiblemente fuese, en esos momentos, hasta abuelo. 
					 
					Continuamos hablando, siendo testigo de nuestra conversación 
					mi esposa, que en algunos momentos, a requerimientos de mi 
					interlocutor, respondía a algunas cuestiones presentadas por 
					él. 
					 
					A juzgar por el entusiasmo que ponía en los temas que se 
					presentaban, se notaba que era una persona muy feliz. Muy 
					satisfecho con su profesión, gracias a su maestro, que le 
					había enseñado todos los entresijos de la misma, por lo que 
					llegó a ser un cualificado albañil. Por tal motivo opositó a 
					una plaza de mantenimiento en el Ayuntamiento de la ciudad 
					que, debido a su horario de jornada única, por la mañana, 
					por la tarde podía atender a aquellos trabajos (chapuces) 
					que le salían. 
					 
					Haciendo un paréntesis en su exposición, de lo bien que le 
					había salido todo, profesional y personalmente, vuelve a su 
					etapa de alumno –él lo dejó en 6º Curso-, y me recuerda 
					algunos conocimientos adquiridos, en particular, en el campo 
					de las Matemáticas, que, en parte, le sirvieron también para 
					adiestrar a su maestro –albañil. Se trataba del Teorema de 
					Pitágoras y volúmenes de cuerpos geométricos. 
					 
					Para él, los números 3,4 y 5 eran “mágicos”. Quise descubrir 
					sus razones: “Se trata de tres números consecutivos, y son 
					modelos para la explicación del Teorema de Pitágoras, que en 
					la construcción es fundamental tener en cuenta. Cumplen 
					satisfactoriamente el Teorema. El tres y el cuatro se 
					consideran los catetos; el cinco, la hipotenusa. Observemos 
					que el tres y el cuatro elevados al cuadrado y sumados sus 
					valores, nueve más dieciséis (catetos), nos da veinticinco, 
					es decir, suma de los dos catetos elevados al cuadrado igual 
					a la hipotenusa elevada al cuadrado”. Hasta aquí, todo 
					correcto, le dije, pero siendo así el “invento” queda muy 
					limitado, es decir, en principio serían de tres, cuatro y 
					cinco centímetros, las losetas para utilizar. Él me 
					contestó: “Pero yo no me quedo ahí, ya que –usted puede 
					comprobarlo- al duplicar, triplicar, cuadruplicar… esos 
					valores “mágicos”, también puedo obtener otras combinaciones 
					para los azulejos que yo quiero utilizar, teniendo en cuenta 
					que serán pocos, en la práctica”. 
					 
					En cuanto se refiere a volúmenes de cuerpos geométricos, que 
					él llamaba “cubicar”, también tienen mucha aplicación en la 
					construcción, en particular cuando hay que calcular los 
					materiales que se van a utilizar al realizar un proyecto de 
					obra. También mis conocimientos adquiridos en la escuela me 
					sirvieron para enseñar a mi maestro albañil, ya que él lo 
					hacía por “tanteo”. 
					 
					Es muy satisfactorio este tipo de encuentros con antiguos 
					alumnos, después de muchos años transcurridos. En este caso, 
					con lo positivo que resulta saber que, gracias a la escuela, 
					sus conocimientos adquiridos y reconocidos le sirvieron para 
					“abrirse” paso en la vida, en una actividad que le llenó 
					plenamente de satisfacción y el sentirse, al mismo tiempo, 
					aprendiz y “maestro” de la persona que le brindó la 
					oportunidad, bien aprovechada, y alejarlo de lo que 
					irremediablemente le hubiese conducido a ser uno más de 
					aquellos jóvenes que, sin tener otras opciones, se veían 
					obligados a realizar las duras y nobles tareas de pescar. 
					 
					Llegó el momento de la despedida. Intercambios de saludos y 
					buenos deseos. Y, por parte de él, la invitación de que 
					pasáramos por su casa, a conocer a su familia y un ¡adiós! y 
					¡hasta pronto! Y, otra invitación: que nos acercáramos por 
					aquellos lugares donde contemplaríamos algunos de sus 
					trabajos, que se han perpetuado en su querido pueblo, 
					consistentes en artísticas combinaciones de azulejos. 
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