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                     El más internacional actor 
					español, Antonio Banderas, ha proclamado el pregón de Semana 
					Santa como el más sublime género poético, donde se enhebran 
					los sentimientos más profundos que nos sustentan. Lo ha 
					hecho en su propio país (España), en su Andalucía del alma, 
					y en los mil amores de su tierra natal (Málaga), a corazón 
					abierto, dejándose conducir por los latidos más níveos que 
					le cautivan y por los abecedarios de la belleza, que es una 
					cualidad más interior que exterior de la persona. Pregonó 
					claro y profundo su pasión cofrade y propuso seguir sus 
					pasos, porque nada grande se ha hecho en el mundo sin un 
					gran entusiasmo: “Vengo a fundirme con mi gente, a ocultarme 
					bajo un capirote y ser un átomo y célula de un pueblo al que 
					pertenezco y quiero”. En el fondo, todos hemos venido a 
					pregonar las excelencias de lo que somos y a vivir el 
					asombro de nuestras hazañas. 
					 
					Para fundirse con la gente hay que activar la 
					reconciliación. El mundo necesita refundirse de humanidad, 
					poner de moda la fiesta del encuentro, la vuelta a los 
					viajes interiores. Pregonemos, sea Semana Santa o la fiesta 
					del amor, tanto da que da lo mismo, que la esencia de saber 
					vivir parte de un corazón abierto. Banderas es el prototipo 
					de ese espíritu franco, popular, campechano. Ya se sabe que 
					nuestras habitaciones íntimas esconden versos irrepetibles 
					que se injertan a la existencia con la emoción de un niño 
					que empieza a hablar. En cualquier caso, la peor prisión 
					siempre será un cuerpo cerrado, encerrado en sí, que no 
					siente nada por nada, ni por nadie. Que fluya, pues, la 
					emoción, que fluya y confluya, que nos mueva y conmueva. Las 
					emociones más intensas siempre humanizan. No se le pongan 
					grilletes cuando algo nos agita; no en vano, el reposo 
					absoluto es la muerte. Las sacudidas son como las mareas, 
					precisas y preciosas para concebir que en la mar también hay 
					vida. En la tierra, los humanos, también nos hace falta 
					tomar gnosis y vibrar con las miradas, para ver lejos de 
					nuestro propio egoísmo. 
					 
					Banderas dice que se oculta bajo un capirote. Ciertamente, 
					hay lágrimas que uno necesita verterlas para sí; emociones 
					que uno requiere meditarlas y verlas mar adentro. Somos 
					pasión y las hay tan fuertes, que nos transforman. 
					Ciertamente, la pasión dolorosa del Señor Jesús causa 
					conmoción hasta en los corazones más duros. Puede ser un 
					buen referente, sin duda lo será, para transformarse en la 
					primavera del espíritu, del espíritu de la concordia, que es 
					lo que nos hace unirnos. Como dice el proverbio africano, 
					“la unión en el rebaño obliga al león a acostarse con 
					hambre”. Ya está bien de genocidios, de guerras inútiles, de 
					violencia en cada esquina del mundo. Hay que apasionarse por 
					la paz, emocionarse con la paz, creerse la paz y pregonar a 
					los cuatro vientos que el ser humano es verdaderamente 
					grande sólo cuando obra a impulso de la verdad. Para 
					conseguirlo debemos poner más corazón en las manos y, si se 
					quiere, un capirote que nos despierte la pasión, que nos 
					haga reflexionar en este mundo de prisas.  
					 
					Debemos sacar tiempo para meditar nuestra propia pasión. 
					Hacerlo todos los días, todas las personas, será un gran 
					avance humanitario. Nadie puede librarse, tenemos la 
					responsabilidad de tender la mano y de pregonar la cultura 
					de la armonía. Basta de discordancias. Por otra parte, sólo 
					en un mundo de seres humanos sinceros es posible la unión. 
					Banderas no aspira a ser más que un átomo y célula de un 
					pueblo al que pertenece y quiere de corazón, toda una 
					expresión de amor y de conciencia moral. Sólo se pueden 
					comprender y entender estos actos de devoción, dentro del 
					contexto de encuentro con el Creador y con las gentes. 
					Cualquier momento es bueno para reconocer nuestra debilidad, 
					para revisarnos y renovarnos interiormente, para caminar en 
					camino todos con todos. 
					 
					A mi juicio, hoy más que nunca, se requieren palabras 
					salidas del alma, capaces de empapar la tierra como si fuese 
					la lluvia. Estoy, pues, a favor de que crezcan los pregones, 
					sobre todo aquellos que acentúan la caricia en las personas. 
					Vengan los pregoneros de versos, cuyas palabras no se las 
					lleva el viento. El mejor regalo que podemos ofrecerle a uno 
					de los nuestros, de nuestro linaje, es nuestra escucha, 
					nuestra atención. Banderas emocionó a la multitud pregonando 
					para todos, fuesen o no creyentes, centrándose en el ser 
					humano y abrazándose a la multitud. Lo hizo con el 
					sentimiento de quien cultiva un jardín para todos, bajo la 
					cátedra de Miguel de Unamuno de que “hay que sentir el 
					pensamiento y pensar el sentimiento”. Hablaron sus labios, 
					perdón, habló su corazón y el corazón de las gentes 
					respondió a su llamada. Expresó grandes cosas con sencillas 
					palabras y dijo las justas y precisas. 
					 
					Las buenas obras son las que engrandecen nuestras palabras. 
					Banderas es coherente con su pasión. De ahí germina la 
					emoción, de los sentimientos del alma, que van más allá de 
					las palabras. La alegría de compartir, de entender y 
					comprender, de saber mirar, es el más perfecto don de la 
					naturaleza. Por ello, quizás sea el momento de preguntarse, 
					cada uno consigo mismo, ¿por qué no hemos experimentado aún 
					el gozo de reconocer un error, admitirlo y pedir perdón a 
					quien hemos ofendido? Humana cosa es tener compasión unos de 
					otros, también de los que no tienen clemencia de nadie. Sin 
					duda, un buen propósito para que siga fluyendo la emoción 
					entre la ciudadanía. Qué bueno sería hacer realidad la idea 
					Aristotélica de que los ciudadanos practicasen entre sí la 
					amistad para que no tuviese nadie necesidad de la justicia. 
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