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                     Dice el refrán: “que aguas pasadas 
					no mueven molino”. Pero, indiscutiblemente, esas aguas antes 
					de haber pasado han servido para mover ese molino. Si 
					alguien no explica lo que habían realizado esas aguas 
					pasadas, jamás se hubiese sabido la labor que realizaron. Y, 
					por tanto, nunca se hubiese escrito su historia ni se 
					hubiese sabido el trabajo realizado por las mismas. 
					 
					Recordar, en ocasiones, lo que se ha vivido y que otros por 
					no nacer en esa época desconocen, es borrar un trozo 
					importante de la historia. Una historia contada por los que 
					vivieron esa época, únicos conocedores de la misma y no por 
					aquellos que la cuenta según el sol que mas calienta. 
					 
					Llegada la Semana Santa hemos creído conveniente, volver 
					tiempos atrás para contar la historia de ella, la verdadera, 
					de cómo se vivieron esas fechas en época de nuestra niñez 
					que, por supuesto, la juventud desconoce y, cómo no, le 
					traerá recuerdos imborrables a aquellos que la vivieron con 
					nosotros. 
					 
					Hablemos de lo que en aquella época, se acostumbraba a comer 
					en la mayoría de las casas, sobre todo las casas de los 
					“capitalistas” que es la que he conocido.  
					 
					La otra, la de los señoritos, no tengo mucha idea de que era 
					lo qué se comía. Aunque debido al qué dirán me imagino que 
					no habría mucha diferencia, aunque esa diferencia 
					seguramente estaría en la cantidad y en la calidad de los 
					artículos. 
					 
					En Semana Santa, los platos más típicos que se servían eran, 
					sin duda alguna, los compuestos con bacalao. Garbanzos con 
					bacalao, tortilla de bacalao, arroz con leche y torrijas. 
					Las torrijas estaban hechas con pan del día, pues era 
					necesario que el pan estuviese algo duro. Una vez cortado el 
					pan a rebanadas se rebozaba con leche y huevo y se ponía a 
					freír. Terminada esa operación, las rebanadas se colocaban 
					sobre una bandeja y se procedía a coger dos vasos de agua y 
					medio de azúcar, con los que se hacían la almíbar que se 
					echaba sobre ellas. Esta almíbar no era más que el 
					sustitutivo de la miel que los “capitalistas” no podíamos 
					comprar. Ya lo decía la sabia de mí abuela: “a falta de pan, 
					buenas son tortas”  
					 
					Hoy día, por supuesto, sólo mantienen esas tradiciones en 
					pocas casas, pues en estos tiempos modernos trae más cuenta 
					comprar las torrijas en alguna confitería que hacerlas, con 
					el trabajo que ello conlleva y que, al fin de cuentas, 
					hacerlas sale más caro que comprarlas hechas. Aunque, a 
					decir verdad, nosotros seguimos realizando las torrijas 
					caseras, así como el arroz con leche, que con las recetas de 
					las ”viejas”, anteriores a esta época de mi niñez, están 
					para chuparse los dedos. 
					 
					Jamás habrá mejores cocineras en el mundo, por muchos 
					adelantos que se tengan, que aquellas mujeres que sin nada 
					daban de comer, todos los días, a su familia. Un potaje, un 
					cocido o un estofado, preparado por alguna de aquellas 
					mujeres sería, hoy día, un manjar exquisito servido en los 
					más grandes restaurantes del mundo. 
					 
					Los Jueves y los Viernes Santos se nos decía que no se podía 
					comer carne, cosa que a los “capitalistas” nos la traía al 
					fresco de poniente pues, para nosotros, era artículo 
					prohibitivo. Los ricos la podían comer si pagaban una cuota 
					a la iglesia.  
					 
					Bueno, ya lo saben, bacalao con garbanzos y acelgas, arróz 
					con leche y torrijas. Menú de dioses. 
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