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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 20 DE ABRIL DE 2011

 

OPINIÓN / EL OASIS

La Semana Santa
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

El domingo, tal vez porque caminando, muy de mañana, me llegó un fuerte olor a azahar y me hizo caer en la cuenta de que los naranjos habían comenzado a estar en flor; quizá a que cuando estaba leyendo los periódicos se me preguntó si me apetecía desayunarme una torrija, o bien motivado por la lectura de una columna de Antonio Burgos, se acumularon de golpe en mi mente innumerables recuerdos de muchos domingos de Ramos.

Los domingos de Ramos de mi niñez están repletos de vivencias. De vivencias taurinas. Por ejemplo: no era concebible un Domingo de Ramos en mi pueblo sin que hubiera una espectacular corrida de toros. Y así pude ver a grandes maestros de la época: Antonio Bienvenida, Domingo Ortega, Gitanillo de Triana, Paquito Muñoz, etc.

Los domingos de Ramos de mi niñez eran días donde los campesinos bajaban al pueblo estrenando zapatos y regresaban a sus parcelas con ellos colgados al hombro, porque las rozaduras les impedían andar. Poco trabajo me cuesta hoy, Domingo de Ramos, cerrar los ojos y volver a ver aquellas escenas que no dejaban de ser tragicómicas.

En las vísperas de un Domingo de Ramos me fui derecho a la capilla donde estaba la virgen predilecta de mi madre y a la que ella me había llevado muchas veces a rezarle. Y le estuve pidiendo, durante un tiempo interminable, que la protegiera de una enfermedad que venía a por ella.

Otro Domingo de Ramos me enfrenté a la virgen, considerada milagrosa, para echarle en cara el que se hubiera olvidado de mi petición. Le dije de todo. Y frente a Ella permanecí tanto tiempo, pidiéndole explicaciones, que acabé tan rendido que perdí el sentido del tiempo y, naturalmente, la fe.

Un Domingo de Ramos vi a Lola. Hija de una modista, iba ella, vestida de dulce y llevaba, como repartidora que era en ese momento, una caja de madera, cubierta de gutapercha y su asa de cuero, para entregar un vestido hecho por su madre. Lola y yo disfrutamos durante un tiempo de las ilusiones de nuestra juventud.

Un Domingo de Ramos regresé a la iglesia donde seguía estando la virgen milagrosa para hacer las paces con Ella, si a cambio le evitaba el quirófano a la niña de mis ojos. En esta ocasión, la virgen milagrosa atendió mis ruegos. Aun así, jamás volví a creer en Ella de la misma manera que creía cuando iba a rezarle acompañado de mi madre.

Pero sería absurdo negar que cuando llega la Semana Santa no afloran mis recuerdos de cuando yo vivía intensamente el paso de las procesiones por el itinerario establecido. Mentiría si no dijera que los desfiles procesionales me emocionaban hasta conseguir un reguero de lágrimas tan gruesas como granizos. Mas esa emoción, la que despertó en mí, a edad temprana, la Semana de Pasión, se vino abajo en un momento determinado. Y, por más que lo he intentado, jamás he vuelto a recobrarla.

Aunque sigo de cerca los avatares de las personas que viven con sumo entusiasmo todo lo que concierne a la Semana Santa. Y bien que me gustaría sentir lo que ellas sienten en estas fechas. Pero hay sentimientos que cuando se enfrían cuestan lo indecible para que vuelvan a florecer. No obstante, sigo implorando que el mal tiempo no haga llorar a ningún cofrade.
 

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